domingo, 20 de abril de 2008

Se ruega no portar enanos

Por relaciones laborales, se reunían en medio del desértico Kalahari, en la antigua, cómoda y amplia posada provista por la companía. Dos cuarentones; una mujer, un varón. Una vez por semana, los traían en sendos helicópteros; trabajaban durante toda la tarde; les quedaba libre el ocaso enrojecido, la cena, la sobremesa junto al fuego del hogar, (la noche, el despertar), el desayuno.
A media mañana, regresaban los helicópteros para transportarlos a sus respectivas ciudades.
Él se acompañaba por el pequeño ser ubicado a “cococho” (caballito) sobre su cuello. El chiquitín parecía fundirse sobre el torso portador; entre los dos, formaban una especie de ser mitológico de múltiples extremidades. Era fenomenal verlos y curiosa la pose del chiquilín apoyado con sus manitas, sobre la frente, para poder sostenerse.
Ella se movía con su enana de grandes ojos tristes -observadora inescrupulosa e implacable-, siempre tomadas de la mano.
Luego de la tarea, ella y él se aflojaban para charlar animadamente; mientras, los pequeños se estudiaban recelosos. Ante la postura distendida de su dueña, la acompañante se sentaba sobre sus faldas.
Ellos se compenetraban y ya no reparaban en los chiquilines, salvo raras excepciones. Ella seguía atenta cada palabra; en ocasiones solía, manifestarse admirada de la interesante conversación de su compañero de trabajo.
-¡Sí que sabes hablar! No como “otros”… - decía en esos momentos. Mientras, la enanita (chupándose el pulgar) no le quitaba la ceñuda mirada al interlocutor de su ama.
Cuando llegaba la hora de ir a dormir, los dos comenzaban una serie de tardanzas, dilaciones apenas disimuladas reprimiendo las ganas de continuar la noche juntos. Sólo la insistencia de las dos criaturas, cansadas, molestas, aburridas, apuraban las partidas hacia ambos cuartos. Incluso, en una oportunidad, la enanita había atacado a rasguñones al pequeño; y éste le habría respondido la agresión con una mordida.
Una vez en el dormitorio, él corría el cubre cama, abría el lecho mecánicamente para dejar al descubierto dos triángulos de sábanas tan almidonadas como frías. No dejaba de pensar en ella ni siquiera un instante. Abrigaba la esperanza de la compañía súbita. Tenía la fantasía de verla asomar por la puerta entreabierta, y que desde la mirada de sus grandes ojos verdes, le pediría permiso para acostarse. Ya le parecía sentir la tibieza de la piel de la mujer.
A veces se preguntaba en qué estaría pensando ella. ¿Acaso en él? ¿Querría su calor tanto como él lo deseaba?
Una noche su enanito se sentó en el apoyabrazos del sofá, perpendicular adonde ella se ubicaba. La pequeña había claudicado, yacía desparramada sobre la alfombra. Antes, había tomado todo el vino de la copa de su dueña. Se la veía mareada, alejada de todo mundo sensible. El enanito utilizó el resquicio abandonado por la pequeña cancerbera; tomó un mechón abundante de cabellos sedosos y renegridos; suavemente, los acarició con curiosidad. Ella pareció no inmutarse; el chiquilín no la afectaba, mantenía toda su atención en el hombre.
Él, mientras, la observaba disfrutando de la belleza reposada, sin estridencias, resaltada por el marco de la madurez. Seguía cada expresión, estudiaba cada pequeña arruga del rostro sin perder detalles; tal insistencia, repetida sistemáticamente en cada velada, logró asomar hasta hacer evidente, la atmósfera melancólica que rodeaba a la mujer. Pese a aquella tristeza lejana, arrastrada a distancia que parecía siempre llegar tarde, la mujer, frente a él, manifestaba cierta alegría ingenua.
La rutina se repetía desde hacía unos seis meses aproximados, y él se acostumbraba a ella. Demasiado.
Contaba los días faltantes para el encuentro, no sin inquietud; al aproximarse la partida, su cuerpo rejuvenecía y se abandonaba a la serena y gradual alegría inducida por el pensamiento de saberse tan próximo.
En el helipuerto, en lo alto del edificio corporativo, solo (con su enano), se enfrentaba al resplandor. Debía pestañar muy seguido para mantener las pupilas húmedas.
El aire frío y seco de la noche se resecaba aún más al sobrecalentarse bajo el sol desmesurado del mediodía.
La máquina llegaba siempre puntual, y batía, convulsionaba, la brisa ardiente. Él se sostenía la corbata; con la otra mano aferraba el maletín; bajo el brazo, apretaba al hombrecito para que no se volara.
Se preparaba para la última reunión. Ella sería trasladada a una región septentrional del Canadá; a él, lo esperaban en Groenlandia. Dos sitios tan distantes como gélidos y umbrosos. Esa sería la noche final; luego, quizás la nada. Llevaba en el maletín una botella de fino champagne, pensado para coronar la afinidad cultivada en los últimos meses.
El enanito detestaba volar, siempre se alteraba. El día caluroso, la baja presión atmósferica –agravada por la altura-, el bamboleo del traslado, logró descomponer su equilibrio digestivo, al punto extremo de colocarlo en aquella odiosa pose, de pie sobre la butaca, con su trompita ubicada dentro de la diminuta ventila de plexiglás, regando el desayuno, a medio asimilar junto a sus correspondientes jugos gástricos, sobre las arenas del desierto.
Él giró la cabeza para no ver las salpicaduras deslizarse por el trasparente, empujadas hacia abajo por el aire proveniente de las aspas. ¡Cómo le hubiera gustado deshacerse de su enano! No saber nada de él. Abochornado, rojo de vergüenza, sólo atinó a mirar la vastedad del paisaje por el otro lado.
El viaje parecía prolongarse; él continuó con la frente pegada a la ventanilla, absorto, contemplando pasar la monótona cinta sin fin del suelo, repetida en arenas y matorrales raquíticos.
La aeronave tomó tierra al estrépito del aire quebrado; levantaba nubes de arena que volvía a tragar y a levantar. Él esperó resignado la detención del rotor para descender. No deseaba pegotear su pesado sudor con el polvo en suspención. Cuando bajó del aparato sintió que su estómago era un puño de acero. El incidente del enano lo había alterado hasta las entrañas. Miró a su alrededor; el párvulo corría recuperado, hacia las hamacas de los juegos infantiles.
Una vez en el refugio, se sentó; abrió el maletín tratando de adelantar parte del trabajo sin lograr concentrarse; contra su voluntad, sólo podía pensar en la llegada de la otra aeronave. El vuelo se retrasaba de manera anormal. Siempre había llegado a horario y esta última vez tardaba tanto. Creyó que no vendría jamás.

La cena trascurrió sin novedades y reiteraron las vaguedades de siempre. Ella estuvo algo torpe cuando le quiso servir la sopa; enganchó el cucharón en la sopera que se destrabó de súbito y volcó el líquido ardiente sobre el enanito sentado en el regazo. El chiquitín chilló de dolor para después disolverse en un mar de lágrimas. Luego, ella insistió en la torpeza, al volcar la cerveza sobre el mantel. Él sonrió con ternura y se dedicó a admirar a la mujer que, en aquella velada, se mostraba asombrosamente inquietante.
Terminada la comida, se apoltronaron frente al fuego. La mucama trajo de la cocina el espumante casi helado dentro del balde con hielo, copas de cristal y unos bombones de menta que colocó parsimoniosa sobre la pequeña mesa. Ella se quedó inmóvil, observando el despliegue de objetos; cuando él fue a servirla, apenas aceptó: “sólo un poco para brindar”-dijo-“me hace doler la cabeza”.
Bebieron lentamente mientras hablaron de temas generales; ella cedió ante la insistencia, para dar permiso a otra media copa.
Fue entonces cuando avanzó su cuerpo para quedar casi recostada, hundida en el sillón; con la vista perdida, por primera vez habló de su vida privada. Un problema de herencia, de roles, frente a sus hermanos la afligía. Él percibió el asunto como un enigma de bordes difusos, una molestia apenas planteada con soluciones menos dispuestas. Ella quedó en ese pantano de indecisión mientras la hora mordía la noche cada vez más adentro. Quedaban sólo ellos en el edificio principal, todo el personal hacía tiempo dormía en sus aposentos de servicio. Él, sin saber ya que decir, propuso el descanso.
Había sobrado espumante, era una pena no terminarlo, peor sería tirar el contenido. Él decidió regresarlo al refrigerador. Tomó la botella por el pico y se dirigió a la cocina. Al volver, se encontraron, casi al punto de chocar; cuando la mujer elevó la vista para buscar su mirada, a él le dieron unas ganas tremendas de besarla. Titubearon un instante, sólo atinaron a saludarse, se fueron a descansar.
A él le resultó difícil el sueño, el alcohol le había dejado un gusto metálico insoportable en la boca. Lo bebido era insignificante; le pesaba por no acostumbrar esas ingestas. El sopor no tardó en llegar y las pesadillas porfiaron en mezclarse con la realidad de la vigilia a medias. A su costado, el enano corría la misma suerte, daba bruscos saltos en la cama y dificultaba todavía más el intento.
En la turbulencia de sus sueños, creyó ver al inocente buscar su teléfono celular entre los bolsillos del saco y salir haciendo uso de la pequeña luz del aparato. Lo soñó deambular por las recámaras de la estancia. Lo soñó a la búsqueda de la mujer. Luego, logró dormirse profundamente alejado de toda conciencia.
En la mañana, al despertar, sintió su cuerpo cansado, dolidos sus músculos como si hubiese sido apaleado; sacudió al enano para reavivarlo, varias veces hasta que éste comenzó a desperezarse.
Aseados y vestidos encaminaron sus pasos hacia el comedor. Ella terminaba el desayuno, apenas lo saludó; mediaron pocas palabras y fueron más bien cortantes. El helicóptero de ella adelantó el arrivo. Ella extendió la mano con laxa frialdad, actuó un breve gesto de despedida, tomó a su enana, salió al exterior –la enana giró la cabeza hacia él-, apuró los últimos pasos, subió a la máquina. Partió.