domingo, 17 de agosto de 2008

HOMENAJE

El vasquito era un niño duro, curtido, criado en el campo. Le encantaba jugar al fútbol; siempre hacía de arquero. Resistente, atajaba, volaba y se daba cada golpes en los aterrizajes que hubiesen sido catastróficos en cualquiera de nosotros, sus compañeros.
Cursábamos séptimo grado y nuestro maestro era Don Amilcar Alaniz; un señor grande, ancho, grave.
Nada en él era chillón, ni tenía histerias para enseñar. Recuerdo el bigotazo como escobillón, un bigotazo antiguo ya para ese entonces (iba perfecto con su personalidad).
Arrué se ubicaba atrás, en la última hilera de bancos y bochincheaba sin maldad; en su espíritu, lejos estaba la premeditación de molestar.
El maestro le llamó la atención varias veces; él interrumpía el festejo hasta que se olvidaba y regresaba con vuelo de moscardón.
Alaniz terminaba de borrar el pizarrón, y con aquella pesada pieza de madera y fieltro en la mano, no tuvo mejor idea que arrojársela al vasquito. Le imprimió un buen impulso, para que llegara en trayectoria recta hasta el fondo de la sala. El vuelo fue rápido, imprevisto; solo percibimos la acción muscular, la mancha borrosa y no alcanzamos a comprender en ese instante lo que estaba ocurriendo.
A tiempo, por muy poco, los reflejos nuevos de arquero lo hicieron agachar. El borrador dio estrepitosamente contra la pared.
-¡Esquive, maestro!¡Esquive!-dijo el alumno con una gran sonrisa de satisfacción.
Alaniz hizo una mueca que le torció el bigotazo. El desliz del maestro fue el único de todo el año; un poco loco, aplicado a cualquiera de nosotros; proporcionado quizás, para Arrué.
La clase continuó. Pasaron unos cuantos minutos. Por segunda vez, vimos la mancha surcar aquel cielo escolar, hasta dar en el medio de la frente (ahora) distraída del vasquito. A pesar del dolor, sonrió. Había sido sorprendido.
-Esquive, maestro-concluyó Alaniz, irónico, con la tiza entre sus dedos índice y mayor.

En la tornería del "gallego"

Entré al taller de tornería. ¡Tantas veces había entrado! Y siempre era un gusto.
Luego de traspasar el portón de dos hojas, –una permanece cerrada- se entra al mundo de los fierreros, conducido por un senderito de tierra apisonada. Primero, debo costear unos metros contra la pared; a la izquierda yacen los aparatos más extraños que se puedan imaginar. Esperan ya con la fe vencida, su reparación. Antes de terminar la pared, abajo, surge una canilla algo ladeada. El caño de subida, a su vez, se encuentra forrado por otro caño oxidado; de mayor diámetro, robusto.
Esa canilla siempre me causó gracia. No sé por qué.
Hoy, a excepción de otros días, estoy de “pinta”. Camisa blanca; jeans nuevos, duros de tan limpitos. Traigo una barra de mando para reparar, la he envuelto con el pedazo de diario, para mantenerme a cubierto de la grasa. La mañana me pone feliz; es un sábado de enero excepcionalmente fresco y húmedo, después de tanto sol sin ozono y tanto calor. El taller encuentra hubicación en el fondo. Antes, el patio se ensancha; todo está cubierto con fierros. Grandes máquinas de molinos que no se fabrican más, generadores incompletos (rezagos de la guerra), hormigoneras despanzurradas, ejes, un tractor viejo, neumáticos asoleados, dos o tres camiones ingleses desmantelados de la época de ñaupa, y tantos objetos más.
Hoy no veo los gatos. Siempre hay cachorros jugando entre los hierros, huidizos al sentirme llegar. Falta también, ese pobre gato tuerto, flaco, sarnoso, que algún vecino deshumanizado le encajó un balín de aire comprimido en el ojo.
El caminito bordea una motoniveladora de pintura descascarada; no tiene las ruedas delanteras; hace equilibrio, apoyada en la cuchilla. Un olmo adulto ha nacido y crecido entre sus piezas. Si se les ocurriera sacar la máquina, tendrán que aserrar el árbol.
Y no es el único olmo, hay varios en el terreno; todos en la misma condición.
Continué el paseo, mientras sacaba cuentas. Éste solar, por su estratégica ubicación, si fuese edificado con departamentos, podría dejar más dinero que la tornería a pleno rendimiento.
Don Pérez se encuentra en su mesa (baja) de soldar, al lado de la prensa amarilla, casi en el portal del taller; del lado interno, por supuesto. Está pálido, trabaja doblado; más avejentado que de costumbre. Lo saludo y me quedo mirando cómo, con la amoladora angular, le pasa cepillo a una puerta bastante ordinaria y vetusta. Siempre pensé que era un hombre desperdiciado. Tiene la capacidad de construir la pieza más complicada a partir de su inteligencia y su capacidad manual, pero a veces se entretiene y pierde el tiempo, con pavadas de algún cliente que le paga mal, o no le paga, el valor real de su trabajo.
Pasé al interior. La fisonomía del patio, se repite, valoriza y reconcentra en el espacio cubierto. Tornos, amoladoras, serrucho mecánico, taladro de pie, fresadora, herramientas varias, engranajes, muchos hierros, material de tornería y otra vez los caminitos.
Con Alberto, el hijo de Pérez, buscamos la barra cuadrada de una y cuarto pulgadas que necesitaba. Había. No puede ser cualquier hierro, debe tener un toque acerado; un mil diez, o mil veinte; para que no se retuerza, ni sus aristas se redondeen.
Con pocas palabras nos entendemos.
-¿Cuándo la vengo a buscar?
-Y… el martes; mejor… el miércoles.
Al salir me detengo a charlar con Don Pérez de los temas que nos gustan.
Mi conversación deriva hasta llegar a la mención de una fábrica en Morteros, Córdoba, que se dedica a las rastras pesadas. Le cuento cómo el cliente puede elegir los diferentes elementos para armar el futuro implemento y cómo una soldadora automática funciona con aire sobrecalentado y granallas ferrosas.
-Como los perdigones de un cartucho- acota don Pérez animado, y me pregunta del ancho y del alto de la soldadura.
Le explico. Luego, hacemos silencio; mientras, se restriega el párpado con la muñeca (tiene las manos manchadas). No termina de levantar la cabeza; no me mira como siempre a los ojos. Mira la puerta que está trabajando.
-Es para mi señora- dice.
Yo no contesto.
-Nadie se ocupa de esto. Es del panteón de mis suegros. La vamos a poner allí.
Raspa la chapa.
-Menos mal que viven en casa, mis dos hijas. Me hacen compañía.
Me quedo observando.
-¿... tiene nietos Don Pérez?
-Seis, dos son de Alberto- señala al hijo con un movimiento de cabeza. Da vueltas alrededor de la puerta.
-Hay que darle a los fierros Don Pérez. Por lo menos, concentrado en la tarea, puede olvidar lo otro.
-Se pasa el tiempo.
Silencio; no sé que decir.
-La extraña a la vieja, ¿no?
-Sí, se extraña... es la vida.
-Bueno, hasta luego, hasta el miércoles- levanto la mano.
Alberto me mira desde el fondo oscuro del taller… me saluda.
Don Pérez me despide con la vista perdida mientras musita: “Es la vida”; lento, repetido, sin convicción.