El vasquito era un niño duro, curtido, criado en el campo. Le encantaba jugar al fútbol; siempre hacía de arquero. Resistente, atajaba, volaba y se daba cada golpes en los aterrizajes que hubiesen sido catastróficos en cualquiera de nosotros, sus compañeros.
Cursábamos séptimo grado y nuestro maestro era Don Amilcar Alaniz; un señor grande, ancho, grave.
Nada en él era chillón, ni tenía histerias para enseñar. Recuerdo el bigotazo como escobillón, un bigotazo antiguo ya para ese entonces (iba perfecto con su personalidad).
Arrué se ubicaba atrás, en la última hilera de bancos y bochincheaba sin maldad; en su espíritu, lejos estaba la premeditación de molestar.
El maestro le llamó la atención varias veces; él interrumpía el festejo hasta que se olvidaba y regresaba con vuelo de moscardón.
Alaniz terminaba de borrar el pizarrón, y con aquella pesada pieza de madera y fieltro en la mano, no tuvo mejor idea que arrojársela al vasquito. Le imprimió un buen impulso, para que llegara en trayectoria recta hasta el fondo de la sala. El vuelo fue rápido, imprevisto; solo percibimos la acción muscular, la mancha borrosa y no alcanzamos a comprender en ese instante lo que estaba ocurriendo.
A tiempo, por muy poco, los reflejos nuevos de arquero lo hicieron agachar. El borrador dio estrepitosamente contra la pared.
-¡Esquive, maestro!¡Esquive!-dijo el alumno con una gran sonrisa de satisfacción.
Alaniz hizo una mueca que le torció el bigotazo. El desliz del maestro fue el único de todo el año; un poco loco, aplicado a cualquiera de nosotros; proporcionado quizás, para Arrué.
La clase continuó. Pasaron unos cuantos minutos. Por segunda vez, vimos la mancha surcar aquel cielo escolar, hasta dar en el medio de la frente (ahora) distraída del vasquito. A pesar del dolor, sonrió. Había sido sorprendido.
-Esquive, maestro-concluyó Alaniz, irónico, con la tiza entre sus dedos índice y mayor.
domingo, 17 de agosto de 2008
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