lunes, 8 de diciembre de 2008

Boceto en lámina: enmarcar a gusto

-La perra tuvo cachorros: ¿No te anotás con uno?
-Ya tengo dos.
-Mhhhh…
-Están enfermos; de moquillo.
-¿Parvovirus?
-Séhhh… Los tengo en la cocina. Se van a morir.
-Sí, de esa no se salvan. Si por casualidad zafan, quedan hechos *todo así. Para el diablo.
-Les colgué un marlo en el pescuezo a cada uno por si funciona. Pero no se van a salvar.
-Es un virus que les ataca la médula espinal o el cerebro, no sé bien. Existe una inyección preventiva, hay que ponérsela cuando son chiquitos. Es eficaz, funciona.
-Séhhh… Lo llamé al veterinario. Está muy ocupado. Me dice que va a venir pero no viene nada.
El problema viene de antes. Una vez llevé un perrito y se me murió. Se ve que contagió el lugar, porque todos los cachorros que he llevado se me han muerto.
-…
-… bueno, si se me llegan a morir le encargo un casalito.

*Todo así. Para el diablo: severas secuelas permanentes.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Teru teru

Durante toda la tarde había pasado arando las picadas contrafuegos. Ocurrió un noviembre rabioso en calores, en aires resecos. A través de los auriculares protectores escuchaba el ruido atenuado del motor que sonaba desprolijo, canallesco, en medio del silencio reparador del monte. Unos chac, chac impares, tan desmadrados como inadecuados atentaban contra cualquier buena sinfonía mecánica que se preciara de tal. Sin embargo, el tractor viejo, cinchaba con obstinación de buey; para mi curiosidad, a pesar de los tiempos disonantes tiraba de la rastra pesada con singular prestancia. Yo había terminado los laterales y el fondo; me dedicaba a cerrar la última cara del potrero. En la primer pasada sobre el lado del campo había observado un tero rondar la picada; lo volví a ver al regreso, instalado como una solitaria nota en el pentagrama del alambrado*. Me preocupé al imaginar que podría tener nido sobre el lugar a roturar.
Es bien sabida la capacidad del bicho de disimular su hogar. Un pequeño hueco que parece apenas un soplo de viento en el suelo, dos agujas de brachicheta y uno o dos huevos cenizas a pintitas negras: es todo. Aunque parezca extraño, podemos pasar al lado sin percibirlo; incluso, a sabiendas de la ubicación exacta, deberemos modular la vista hasta lograr descubrirlo. Y para colmo él, posee ese afán de actor, esa vocación de amague que lo hace gritar, mientras se mueve gestual en el lugar exacto, donde no lo tiene. Una estrategia ancestral, instintiva, premiada por los dioses con la prolongación de su especie. Aunque claro, la naturaleza nunca previno la invención en estos “tiempos modernos”, del tractor y del arado.

Ir y venir consumía medio giro de minutero; a cada revolución, el sol graduaba hacia la rasante su batería de rayos; hacía cada vez, mejor habitable la tarde. Era un alivio constante; igualmente se aliviaba el viejo tractor, que a la vez me achicaba la venganza, al disminuir la intensidad envolvente, de la fiebre cocida en su infernal caldera de pistones y engranajes.

Enfilé hacia el poniente a toda marcha; la máquina favorecida con el aire más fresco, enriquecido ahora en oxígeno denso, aumentaba rendimiento. A medio camino, uno de los toros planteleros jugaba echándose con sus manos sobre el lomo, la tierra removida de la picada. Revolcaba allí su cabezota al ritmo de los bufidos. Las nubes de limo renegaban asentarse, entretenidas al modelar divagantes figuras de enturbiada refulgencia, resaltadas al contraluz.
¡Ese toro de cabaña! ¡Tan boludamente manso! En vez de ladearse, comenzó a correr, a resoplar, a simular topazos delante del tractor. Yo lo observaba con la mano puesta en la palanca del acelerador preparado a detenerme; tenía miedo de atropellarlo. ¡Qué fastidio! Todo el cansancio acumulado rogaba que se fuera, me dejara terminar de una vez por todas. A escasos metros, el tero nos esperaba a grito pelado; tanto al toro como a mí. Por llegar el semental primero, fue blanco de la concentración; con las alas extendidas, aconcavadas, armadas con sus espuelas de rubí, daba al frente saltos cortos, casi ingrávidos, amenazantes. Tenía los ojos como fuego, chillaba enloquecido. En ese momento, por casualidad, logré divisar el nido; rebosaban dos huevos que se me ocurrieron enormes respecto al tamaño del pájaro. Detuve la marcha; el toro enfiló para el monte, sin antes practicar unos amagues de toreo destinados al teru teru, que voló espantado.
Señalé el lugar sobre el alambrado con el trapo que suelo usar para limpiar los acoples hidráulicos; para mayor seguridad construí una pequeña pirámide hecha de palitos y bostas secas.
Continué la labor hasta la cabecera para regresar “sobre el macho” y cerrar la melga. Desde suficiente distancia alcancé a divisar las señales; al llegar realicé el esquive para dejar justo, una isla sin arar. Al pasar, el tero, hizo un ademán de ataque. Enfrentó gallardo, en corto avance, con la vista fija, a los “Ingersoll” de mi rastra. Discos de acero templados que pueden cortar troncos gruesos como el brazo o descalzar en el “cerro” -mientras reverberan con voz de campana- toscas de buen tamaño.
Admirado ante el coraje, giré para grabar la estampa en mi retina; aunque el sol todavía encandilaba, pude verlo ya tranquilo; como si supiera que esa, era mi última pasada.

*Resulta extraño encontrar al tero posado sobre un poste de alambrado, sin embargo estoy seguro de haberlo visto; no recuerdo bien a causa de mi atención sobre el trabajo. Deduzco que ha estado asentado sobre el palo debido a su posible incapacidad prensil para tomarse del alambre propiamente dicho.
Es extraño, porque mientras no vuela, su condición normal es el de ser, un caminante rastrero. Podría afirmar también que al espantarse terminó encima de las ramas de un caldén seco, aledaño a la picada. Pero no estoy seguro.
Tal vez la frase: “una solitaria nota en el pentagrama del alambrado” no se ajuste a la realidad; como hallazgos de esta calidad son infrecuentes en mi escritura, he decidido dejarlo tal como está haciendo la salvedad del caso.

**Aldo leyó el cuento (o aguafuerte), y le gustó; por lo menos fue lo que él me dijo. Pero, al lado de "pentagrama del alambrado" apuntó: "muy visto", con su característica letra manuscrita que parece dibujada a la carrera. Luego me explicó que no sé quién, no sé cuándo, lo había trillado en exceso. ¡Y yo que creí haber descubierto la pólvora!
Bueno, entonces diré: "lo volví a ver al regreso, paseando solemne de solitario frac". Podría también agregar: "intranquilo, como el padre a la espera del alumbramiento de su primogénito".

sábado, 20 de septiembre de 2008

El orfebre (título provisorio)(cuento en construcción)

Con la pinza de filatelia tomó una palabra, delicadamente la insertó en la oración. Poco a poco, el poema (o el cuento), tomaba forma.
Él guardaba innumerable cantidad de palabras. En latas vacías de duraznos en almíbar - los artículos en latas de paté -, en gavetas, en pequeñas cajas de cartón. Contra una de las paredes, se apoyaba un mueble –otrora guardaba bulones cuando había pertenecido a una ferretería*-, con gran cantidad de cajones. Diez de altura, por treinta; me parece haber contado. En éstos, rotulados con tiza, dormían más o menos entrecruzadas, centenares de palabras extrañas escritas en cursiva inglesa. Tan poco usuales eran algunas, sus cajones tan poco frecuentados, que un sello de telarañas cubría la entrada. De esas arañas patonas de techo, de las buenas; de las que no “pican”.
El estudio amontonaba bastante polvillo; de los muros colgaban objetos estrambóticos salidos de libros no menos estrambóticos; recuerdos atesorados por el artesano con expreso cariño. Luego, el piso cubierto con montículos de frases, palabras, narraciones inconclusas… ¡si al caminar se tenía la impresión inminente de patear o pisar un poema!
Lo único moderno eran una cajas plásticas, apilables. A mí me parecieron apropiadas para guardar frutas y verduras; él las ordenaba por alfabeto, repletas de sinónimos.
-"Borges opinaba en contra de los sinónimos; para los chambones como yo, está bueno tenerlos a la mano. Siempre existe uno más sonoro, más limpio, mejor ajustado que otro"- afirmaba, sin levantar la vista de su obra.
Para hablar mal y pronto, el lugar se presentaba caótico. En cierta ocasión, me confesó su necesidad por el desorden; aparente si se quiere, pues él memorizaba la ubicación de cada pieza.
-Convivir a diario con este revoltijo, lleva en cualquier momento, a que la mente ensamble la obra- completó el concepto.
-El chispazo de la creación, la emoción poética- comenté atrevido.
-Después el oficio, el trabajo, la técnica- agregó.
Llevaba ya unas cuantas semanas de armado; paciente agregaba palabras, luego retiraba alguna, sustituía unas pocas; volvía a mirar desde todo ángulo, juzgando la parte y el todo.
-A veces hay que “podar”- decía. Y callaba, porque no era amigo de hablar mucho.
El texto tomaba forma, se erguía como un pequeño edificio, un edificio “bonsái”. En realidad estaba tejiendo una escultura. Un objeto tridimensional.
Él empleaba como dije, palabras de letras cursivas, fundidas en una aleación gris clara, blanda que, pienso, debería contener una buena parte de plomo y otra de estaño. Los bloquecitos, del otro lado de la faz, poseían pequeños dientes y pequeños agujeros en ambos extremos, para encastrar con otras palabras. Esta particularidad variaba en cada una de ellas; se constituía entonces, llave y cerradura a la vez. No cualquiera daba la combinación.
En una oportunidad levantó un gerundio; lo tenía tomado entre el pulgar y el índice; cerraba un ojo, con el otro miraba la pequeña figura. A mí, me ubicaba en un plano alejado, me desenfocaba; de eso estoy seguro.
-¿Ves? Pocos machos y muchas hembras, este acopla en cualquiera, pero… da uniones débiles. Hay que cuidar donde se los pone. A pesar de su universalidad fácil, no van en cualquier lugar.

Sabía que lo podía encontrar en su lugar de artesano. Siempre rodeado por los objetos que le daban sentido a su existir. Estuve tentado de poner “sus objetos”, al recordar sus dichos, me abstuve.
-“No importa cuántas cosas podamos abarcar, seremos durante esta vida, sólo animales desnudos sin posesiones. Nacemos desprovistos. A la muerte, se nos prohíbe acarrear cualquier material hacia el inframundo. Sin embargo, gustamos del engaño, pues le da sensación de permanencia, a nuestra existencia efímera”.
-“Reconforta acumular; hasta por ahí nomás. Los objetos atan, quitan más de lo que brindan. El significado que seamos capaces de agregarles, sólo eso, será relevante para su valor”- me decía.

-Con los adverbios terminados en “mente” ocurre algo parecido, para colmo de males son “extremadamente” largos. Por este motivo, insertados en la frase, quedan curvados como el arco, en flexión; parecen a punto de saltar en cualquier momento.

Él, era un solitario. No sé si tenía familia, por lo menos nunca la nombraba. Frente a su obra –gracias a él existía- era singular habitante del planeta; gracias a ella existía. En la que trabajaba, se encontraba todavía incompleta referente a lo material; casi terminada en la mente. Faltaban detalles y tiempo real para completarla. El pensamiento corría más deprisa que las manos. Al terminar las etapas, daba unos pasos hacia atrás para analizarla en perspectiva. Corregía. Ajustaba. Completaba.

Anudó un alambre apenas más grueso que el cabello humano. Debe haber sido de plata, por maleabilidad y brillo. Lo cruzó por todo el texto, lo tensó, lo amarró con firmeza a una palabra; desde allí, con menos tensión se dirigió a otra palabra cercana, anudó y alicate en mano, cortó. Al asomarme pude ver varios de estos hilos –de distintos calibres- cruzando el contenido.

Un día estaba enojadísimo. Yo me alejé para no molestarlo. El taller le resultaba chico; estaba inquieto, un poco torpe. Se le caían cosas de las manos, enganchaba con la punta de los pies y pateaba sin querer, los montículos de palabras. En uno de esos giros bruscos, empujó hasta el derrumbe, una pila mal acomodada de cajitas.
-¡Y la p…! ¡Las preposiciones! ¡Me tienen re podrido!- exclamó en lenguaje para nada literario.
Luego, menos alunado, me explicó. Me dijo que él tenía la tendencia a usar demasiados “con”; como las preposiciones vienen en juego, se veía obligado a acumular múltiples conjuntos incompletos.

En una de las paredes tenía clavado un cartel; esos, de chapa enlozada. Me acerqué para leerlo; esperaba algo así como: “Hogar dulce hogar” pero encontré lo siguiente:

“Para contar un cuento no se necesitan nada más que palabras. Y las palabras, cuando uno las llama, por lo común vienen corriendo. Aunque a veces se hagan las remilgadas —y eso pasa con las más jóvenes, las recién venidas, las que apenas uno conoce—, siempre terminan por venir. Están jugando como mariposas allá adentro. Uno tiene que hacerlas bailar, atarlas con un hilo de seda, soplarlas de un rincón a otro, pesarlas sobre la balanza del oído, acariciarles sus lomos como si fueran animales domésticos. Decirse: ‘Esta es más dulce que aquélla; aquélla es perezosa y ésta es triste’. Las palabras son como las personas: tienen cada cual su carácter. A veces prestan ayuda; a veces se vuelven egoístas. Esta noche me cuesta trabajo hacerlas venir. Pero, tarde o temprano, aunque sea a los tirones, tendrán que ir apareciendo".
JUAN JOSÉ SENA

Mentira lo de “Hogar dulce hogar”, yo sabía que el taller era el sitio más improbable de encontrar aquella leyenda.
Continué visitándolo con frecuencia sin lograr hacerme amigo. Él solía tener días malos y apenas me hablaba. En una oportunidad lo encontré más amargado que de costumbre. Nunca lo había visto tan enojado. A escasos minutos de mi entrada perdió la paciencia por algo que dije, que ya ni recuerdo. Tuvimos una breve discusión, porque a las pocas palabras me echaba fuera, mientras blandía el bastón como macana. Yo retrocedí con un ojo puesto en sus ademanes, con el otro, vigilaba el terreno para no tropezar.
Al llegar a la vereda, envalentonado le pregunto: “¿Acá está bien? ¡Éste lugar es público! ¡Tengo derecho a permanecer!”
-¡Más allá de la línea municipal! ¡Más allá!- gritó, mientras revoleaba el bastón y vociferaba no sé cuántos improperios.
-¡Máh sí, viejo loco!- dije para mis adentros y comencé la retirada; antes de dar vuelta la esquina, volteé hacia el taller. Él continuaba gesticulando; no pude escucharlo, el viento alejó de mí, sus provocaciones, hacia el cardinal opuesto.
Esa fue la última imagen que me quedó de él.

*Las gavetas medían aproximadamente de frente, un palmo por un palmo; por su parte media, se ubicaba la respectiva manija abisagrada, de fundición; que, en algunos casos era de alambre. Sobre y por debajo de la agarradera, se notaban impresos, secuencias de números blancos en flagrante oposición al fondo marrón oscuro del cajón. Por ejemplo: en el borde superior, 6,5 30; en el inferior, 6,5 40.


coronicasconfusas@live.com.ar

domingo, 17 de agosto de 2008

HOMENAJE

El vasquito era un niño duro, curtido, criado en el campo. Le encantaba jugar al fútbol; siempre hacía de arquero. Resistente, atajaba, volaba y se daba cada golpes en los aterrizajes que hubiesen sido catastróficos en cualquiera de nosotros, sus compañeros.
Cursábamos séptimo grado y nuestro maestro era Don Amilcar Alaniz; un señor grande, ancho, grave.
Nada en él era chillón, ni tenía histerias para enseñar. Recuerdo el bigotazo como escobillón, un bigotazo antiguo ya para ese entonces (iba perfecto con su personalidad).
Arrué se ubicaba atrás, en la última hilera de bancos y bochincheaba sin maldad; en su espíritu, lejos estaba la premeditación de molestar.
El maestro le llamó la atención varias veces; él interrumpía el festejo hasta que se olvidaba y regresaba con vuelo de moscardón.
Alaniz terminaba de borrar el pizarrón, y con aquella pesada pieza de madera y fieltro en la mano, no tuvo mejor idea que arrojársela al vasquito. Le imprimió un buen impulso, para que llegara en trayectoria recta hasta el fondo de la sala. El vuelo fue rápido, imprevisto; solo percibimos la acción muscular, la mancha borrosa y no alcanzamos a comprender en ese instante lo que estaba ocurriendo.
A tiempo, por muy poco, los reflejos nuevos de arquero lo hicieron agachar. El borrador dio estrepitosamente contra la pared.
-¡Esquive, maestro!¡Esquive!-dijo el alumno con una gran sonrisa de satisfacción.
Alaniz hizo una mueca que le torció el bigotazo. El desliz del maestro fue el único de todo el año; un poco loco, aplicado a cualquiera de nosotros; proporcionado quizás, para Arrué.
La clase continuó. Pasaron unos cuantos minutos. Por segunda vez, vimos la mancha surcar aquel cielo escolar, hasta dar en el medio de la frente (ahora) distraída del vasquito. A pesar del dolor, sonrió. Había sido sorprendido.
-Esquive, maestro-concluyó Alaniz, irónico, con la tiza entre sus dedos índice y mayor.

En la tornería del "gallego"

Entré al taller de tornería. ¡Tantas veces había entrado! Y siempre era un gusto.
Luego de traspasar el portón de dos hojas, –una permanece cerrada- se entra al mundo de los fierreros, conducido por un senderito de tierra apisonada. Primero, debo costear unos metros contra la pared; a la izquierda yacen los aparatos más extraños que se puedan imaginar. Esperan ya con la fe vencida, su reparación. Antes de terminar la pared, abajo, surge una canilla algo ladeada. El caño de subida, a su vez, se encuentra forrado por otro caño oxidado; de mayor diámetro, robusto.
Esa canilla siempre me causó gracia. No sé por qué.
Hoy, a excepción de otros días, estoy de “pinta”. Camisa blanca; jeans nuevos, duros de tan limpitos. Traigo una barra de mando para reparar, la he envuelto con el pedazo de diario, para mantenerme a cubierto de la grasa. La mañana me pone feliz; es un sábado de enero excepcionalmente fresco y húmedo, después de tanto sol sin ozono y tanto calor. El taller encuentra hubicación en el fondo. Antes, el patio se ensancha; todo está cubierto con fierros. Grandes máquinas de molinos que no se fabrican más, generadores incompletos (rezagos de la guerra), hormigoneras despanzurradas, ejes, un tractor viejo, neumáticos asoleados, dos o tres camiones ingleses desmantelados de la época de ñaupa, y tantos objetos más.
Hoy no veo los gatos. Siempre hay cachorros jugando entre los hierros, huidizos al sentirme llegar. Falta también, ese pobre gato tuerto, flaco, sarnoso, que algún vecino deshumanizado le encajó un balín de aire comprimido en el ojo.
El caminito bordea una motoniveladora de pintura descascarada; no tiene las ruedas delanteras; hace equilibrio, apoyada en la cuchilla. Un olmo adulto ha nacido y crecido entre sus piezas. Si se les ocurriera sacar la máquina, tendrán que aserrar el árbol.
Y no es el único olmo, hay varios en el terreno; todos en la misma condición.
Continué el paseo, mientras sacaba cuentas. Éste solar, por su estratégica ubicación, si fuese edificado con departamentos, podría dejar más dinero que la tornería a pleno rendimiento.
Don Pérez se encuentra en su mesa (baja) de soldar, al lado de la prensa amarilla, casi en el portal del taller; del lado interno, por supuesto. Está pálido, trabaja doblado; más avejentado que de costumbre. Lo saludo y me quedo mirando cómo, con la amoladora angular, le pasa cepillo a una puerta bastante ordinaria y vetusta. Siempre pensé que era un hombre desperdiciado. Tiene la capacidad de construir la pieza más complicada a partir de su inteligencia y su capacidad manual, pero a veces se entretiene y pierde el tiempo, con pavadas de algún cliente que le paga mal, o no le paga, el valor real de su trabajo.
Pasé al interior. La fisonomía del patio, se repite, valoriza y reconcentra en el espacio cubierto. Tornos, amoladoras, serrucho mecánico, taladro de pie, fresadora, herramientas varias, engranajes, muchos hierros, material de tornería y otra vez los caminitos.
Con Alberto, el hijo de Pérez, buscamos la barra cuadrada de una y cuarto pulgadas que necesitaba. Había. No puede ser cualquier hierro, debe tener un toque acerado; un mil diez, o mil veinte; para que no se retuerza, ni sus aristas se redondeen.
Con pocas palabras nos entendemos.
-¿Cuándo la vengo a buscar?
-Y… el martes; mejor… el miércoles.
Al salir me detengo a charlar con Don Pérez de los temas que nos gustan.
Mi conversación deriva hasta llegar a la mención de una fábrica en Morteros, Córdoba, que se dedica a las rastras pesadas. Le cuento cómo el cliente puede elegir los diferentes elementos para armar el futuro implemento y cómo una soldadora automática funciona con aire sobrecalentado y granallas ferrosas.
-Como los perdigones de un cartucho- acota don Pérez animado, y me pregunta del ancho y del alto de la soldadura.
Le explico. Luego, hacemos silencio; mientras, se restriega el párpado con la muñeca (tiene las manos manchadas). No termina de levantar la cabeza; no me mira como siempre a los ojos. Mira la puerta que está trabajando.
-Es para mi señora- dice.
Yo no contesto.
-Nadie se ocupa de esto. Es del panteón de mis suegros. La vamos a poner allí.
Raspa la chapa.
-Menos mal que viven en casa, mis dos hijas. Me hacen compañía.
Me quedo observando.
-¿... tiene nietos Don Pérez?
-Seis, dos son de Alberto- señala al hijo con un movimiento de cabeza. Da vueltas alrededor de la puerta.
-Hay que darle a los fierros Don Pérez. Por lo menos, concentrado en la tarea, puede olvidar lo otro.
-Se pasa el tiempo.
Silencio; no sé que decir.
-La extraña a la vieja, ¿no?
-Sí, se extraña... es la vida.
-Bueno, hasta luego, hasta el miércoles- levanto la mano.
Alberto me mira desde el fondo oscuro del taller… me saluda.
Don Pérez me despide con la vista perdida mientras musita: “Es la vida”; lento, repetido, sin convicción.

domingo, 20 de abril de 2008

Se ruega no portar enanos

Por relaciones laborales, se reunían en medio del desértico Kalahari, en la antigua, cómoda y amplia posada provista por la companía. Dos cuarentones; una mujer, un varón. Una vez por semana, los traían en sendos helicópteros; trabajaban durante toda la tarde; les quedaba libre el ocaso enrojecido, la cena, la sobremesa junto al fuego del hogar, (la noche, el despertar), el desayuno.
A media mañana, regresaban los helicópteros para transportarlos a sus respectivas ciudades.
Él se acompañaba por el pequeño ser ubicado a “cococho” (caballito) sobre su cuello. El chiquitín parecía fundirse sobre el torso portador; entre los dos, formaban una especie de ser mitológico de múltiples extremidades. Era fenomenal verlos y curiosa la pose del chiquilín apoyado con sus manitas, sobre la frente, para poder sostenerse.
Ella se movía con su enana de grandes ojos tristes -observadora inescrupulosa e implacable-, siempre tomadas de la mano.
Luego de la tarea, ella y él se aflojaban para charlar animadamente; mientras, los pequeños se estudiaban recelosos. Ante la postura distendida de su dueña, la acompañante se sentaba sobre sus faldas.
Ellos se compenetraban y ya no reparaban en los chiquilines, salvo raras excepciones. Ella seguía atenta cada palabra; en ocasiones solía, manifestarse admirada de la interesante conversación de su compañero de trabajo.
-¡Sí que sabes hablar! No como “otros”… - decía en esos momentos. Mientras, la enanita (chupándose el pulgar) no le quitaba la ceñuda mirada al interlocutor de su ama.
Cuando llegaba la hora de ir a dormir, los dos comenzaban una serie de tardanzas, dilaciones apenas disimuladas reprimiendo las ganas de continuar la noche juntos. Sólo la insistencia de las dos criaturas, cansadas, molestas, aburridas, apuraban las partidas hacia ambos cuartos. Incluso, en una oportunidad, la enanita había atacado a rasguñones al pequeño; y éste le habría respondido la agresión con una mordida.
Una vez en el dormitorio, él corría el cubre cama, abría el lecho mecánicamente para dejar al descubierto dos triángulos de sábanas tan almidonadas como frías. No dejaba de pensar en ella ni siquiera un instante. Abrigaba la esperanza de la compañía súbita. Tenía la fantasía de verla asomar por la puerta entreabierta, y que desde la mirada de sus grandes ojos verdes, le pediría permiso para acostarse. Ya le parecía sentir la tibieza de la piel de la mujer.
A veces se preguntaba en qué estaría pensando ella. ¿Acaso en él? ¿Querría su calor tanto como él lo deseaba?
Una noche su enanito se sentó en el apoyabrazos del sofá, perpendicular adonde ella se ubicaba. La pequeña había claudicado, yacía desparramada sobre la alfombra. Antes, había tomado todo el vino de la copa de su dueña. Se la veía mareada, alejada de todo mundo sensible. El enanito utilizó el resquicio abandonado por la pequeña cancerbera; tomó un mechón abundante de cabellos sedosos y renegridos; suavemente, los acarició con curiosidad. Ella pareció no inmutarse; el chiquilín no la afectaba, mantenía toda su atención en el hombre.
Él, mientras, la observaba disfrutando de la belleza reposada, sin estridencias, resaltada por el marco de la madurez. Seguía cada expresión, estudiaba cada pequeña arruga del rostro sin perder detalles; tal insistencia, repetida sistemáticamente en cada velada, logró asomar hasta hacer evidente, la atmósfera melancólica que rodeaba a la mujer. Pese a aquella tristeza lejana, arrastrada a distancia que parecía siempre llegar tarde, la mujer, frente a él, manifestaba cierta alegría ingenua.
La rutina se repetía desde hacía unos seis meses aproximados, y él se acostumbraba a ella. Demasiado.
Contaba los días faltantes para el encuentro, no sin inquietud; al aproximarse la partida, su cuerpo rejuvenecía y se abandonaba a la serena y gradual alegría inducida por el pensamiento de saberse tan próximo.
En el helipuerto, en lo alto del edificio corporativo, solo (con su enano), se enfrentaba al resplandor. Debía pestañar muy seguido para mantener las pupilas húmedas.
El aire frío y seco de la noche se resecaba aún más al sobrecalentarse bajo el sol desmesurado del mediodía.
La máquina llegaba siempre puntual, y batía, convulsionaba, la brisa ardiente. Él se sostenía la corbata; con la otra mano aferraba el maletín; bajo el brazo, apretaba al hombrecito para que no se volara.
Se preparaba para la última reunión. Ella sería trasladada a una región septentrional del Canadá; a él, lo esperaban en Groenlandia. Dos sitios tan distantes como gélidos y umbrosos. Esa sería la noche final; luego, quizás la nada. Llevaba en el maletín una botella de fino champagne, pensado para coronar la afinidad cultivada en los últimos meses.
El enanito detestaba volar, siempre se alteraba. El día caluroso, la baja presión atmósferica –agravada por la altura-, el bamboleo del traslado, logró descomponer su equilibrio digestivo, al punto extremo de colocarlo en aquella odiosa pose, de pie sobre la butaca, con su trompita ubicada dentro de la diminuta ventila de plexiglás, regando el desayuno, a medio asimilar junto a sus correspondientes jugos gástricos, sobre las arenas del desierto.
Él giró la cabeza para no ver las salpicaduras deslizarse por el trasparente, empujadas hacia abajo por el aire proveniente de las aspas. ¡Cómo le hubiera gustado deshacerse de su enano! No saber nada de él. Abochornado, rojo de vergüenza, sólo atinó a mirar la vastedad del paisaje por el otro lado.
El viaje parecía prolongarse; él continuó con la frente pegada a la ventanilla, absorto, contemplando pasar la monótona cinta sin fin del suelo, repetida en arenas y matorrales raquíticos.
La aeronave tomó tierra al estrépito del aire quebrado; levantaba nubes de arena que volvía a tragar y a levantar. Él esperó resignado la detención del rotor para descender. No deseaba pegotear su pesado sudor con el polvo en suspención. Cuando bajó del aparato sintió que su estómago era un puño de acero. El incidente del enano lo había alterado hasta las entrañas. Miró a su alrededor; el párvulo corría recuperado, hacia las hamacas de los juegos infantiles.
Una vez en el refugio, se sentó; abrió el maletín tratando de adelantar parte del trabajo sin lograr concentrarse; contra su voluntad, sólo podía pensar en la llegada de la otra aeronave. El vuelo se retrasaba de manera anormal. Siempre había llegado a horario y esta última vez tardaba tanto. Creyó que no vendría jamás.

La cena trascurrió sin novedades y reiteraron las vaguedades de siempre. Ella estuvo algo torpe cuando le quiso servir la sopa; enganchó el cucharón en la sopera que se destrabó de súbito y volcó el líquido ardiente sobre el enanito sentado en el regazo. El chiquitín chilló de dolor para después disolverse en un mar de lágrimas. Luego, ella insistió en la torpeza, al volcar la cerveza sobre el mantel. Él sonrió con ternura y se dedicó a admirar a la mujer que, en aquella velada, se mostraba asombrosamente inquietante.
Terminada la comida, se apoltronaron frente al fuego. La mucama trajo de la cocina el espumante casi helado dentro del balde con hielo, copas de cristal y unos bombones de menta que colocó parsimoniosa sobre la pequeña mesa. Ella se quedó inmóvil, observando el despliegue de objetos; cuando él fue a servirla, apenas aceptó: “sólo un poco para brindar”-dijo-“me hace doler la cabeza”.
Bebieron lentamente mientras hablaron de temas generales; ella cedió ante la insistencia, para dar permiso a otra media copa.
Fue entonces cuando avanzó su cuerpo para quedar casi recostada, hundida en el sillón; con la vista perdida, por primera vez habló de su vida privada. Un problema de herencia, de roles, frente a sus hermanos la afligía. Él percibió el asunto como un enigma de bordes difusos, una molestia apenas planteada con soluciones menos dispuestas. Ella quedó en ese pantano de indecisión mientras la hora mordía la noche cada vez más adentro. Quedaban sólo ellos en el edificio principal, todo el personal hacía tiempo dormía en sus aposentos de servicio. Él, sin saber ya que decir, propuso el descanso.
Había sobrado espumante, era una pena no terminarlo, peor sería tirar el contenido. Él decidió regresarlo al refrigerador. Tomó la botella por el pico y se dirigió a la cocina. Al volver, se encontraron, casi al punto de chocar; cuando la mujer elevó la vista para buscar su mirada, a él le dieron unas ganas tremendas de besarla. Titubearon un instante, sólo atinaron a saludarse, se fueron a descansar.
A él le resultó difícil el sueño, el alcohol le había dejado un gusto metálico insoportable en la boca. Lo bebido era insignificante; le pesaba por no acostumbrar esas ingestas. El sopor no tardó en llegar y las pesadillas porfiaron en mezclarse con la realidad de la vigilia a medias. A su costado, el enano corría la misma suerte, daba bruscos saltos en la cama y dificultaba todavía más el intento.
En la turbulencia de sus sueños, creyó ver al inocente buscar su teléfono celular entre los bolsillos del saco y salir haciendo uso de la pequeña luz del aparato. Lo soñó deambular por las recámaras de la estancia. Lo soñó a la búsqueda de la mujer. Luego, logró dormirse profundamente alejado de toda conciencia.
En la mañana, al despertar, sintió su cuerpo cansado, dolidos sus músculos como si hubiese sido apaleado; sacudió al enano para reavivarlo, varias veces hasta que éste comenzó a desperezarse.
Aseados y vestidos encaminaron sus pasos hacia el comedor. Ella terminaba el desayuno, apenas lo saludó; mediaron pocas palabras y fueron más bien cortantes. El helicóptero de ella adelantó el arrivo. Ella extendió la mano con laxa frialdad, actuó un breve gesto de despedida, tomó a su enana, salió al exterior –la enana giró la cabeza hacia él-, apuró los últimos pasos, subió a la máquina. Partió.

martes, 12 de febrero de 2008

Teoría de la multilaminidad

Observaba el pequeño tablero abisagrado a la pared, mantenido en forma horizontal por una delgada cadena fijada en la pared. Hablemos sin oscuridades: mi exigua mesa plegable. ¿Qué la hace tan curiosa? Quizás mi soledad, mi lejanía, mi aislamiento; motivos suficientemente valederos, modificadores importantísimos de mi percepción. Dejemos de lado los factores sicológicos. ¿Qué tiene para llamar la atención, esa mesa?
Contesto: la madera que compone la plancha, donde se pega el contrachapado plástico. Está compuesta de finas láminas, unidas por algún tipo de cola o cemento, prensadas, superpuestas unas sobre otras para lograr obtener el espesor requerido. Si tuviese un cortaplumas podría insertar la hoja entre las chapas, jugar con eterna paciencia y separarlas una a una. Cierta lujuria emplearía, cierto gusto a la penetración, cierta impudicia. Me imagino, me parece, escuchar el ligero sonido del desgarre; el estallido de la fibra en diminutas implosiones, el olor a leño recién cortado.
Pero esta descripción no es el tema principal del texto, sino la incitación que ha provocado en mi razón esta madera compuesta, resultando de tal influjo la teoría que de acá en más denominaré: “De la multilaminidad”.
El próximo desarrollo relacionará el Ser o Existir; el pasado, el presente, el futuro; la nada, el acto creativo.
Para describirla me apoyaré en principios de geometría o matemáticas, usaré la definición del plano, el concepto de infinito o su término derivado: infinitesimal.

Bien, imaginemos una película donde se narra cualquier historia. Si nos situáramos en el medio del metraje, podríamos afirmar muy seguros que lo visto hasta ese momento es el pasado; lo faltante de la trama, lo no visto, el futuro. Al detener la proyección, quedamos situados en el perfecto presente.
Si pretendiéramos ver el presente a partir de la cinta en movimiento, veríamos el presente transformado inmediatamente en un pasado reciente. La existencia del personaje estaría impreso en cada cuadro de la película; como lo mencioné antes, cada uno en su perfecto presente, congelado. Si en vez de disponerse estos cuadros devanados en carrete los colocáramos uno encima de otro, como las hojas del libro, entonces me deja ubicado para enunciar mi teoría.
El plano se compone de dos dimensiones: ancho, alto. Carece de espesor; por lo tanto, podríamos acercar millones y millones; de todas maneras, seguirían sin sumar grosor. Podríamos, además, intercalar (no importa la cantidad) muchísimos planos más sin modificar el infinitesimal calibre.
En cada plano se imprime la imagen de cada momento; al conjunto de las innumerables “fojas” lo denominaré: “el paquete”, contempla toda la historia, la película de la vida; en definitiva: “la existencia”. Cada faz atrapa el “presente instantáneo” o “perfecto” que insisto: se diferencia del “presente pasadizado”, presente caducado inmediatamente a cada infinetésima fracción - interpretado por nuestros pobres sentidos- de “tiempo”.
Cada imagen coexiste con todas las demás, la ocurrencia es simultánea dentro del “paquete”.El paquete dura un instante tan corto al punto de no existir. Es el cabeceo de un sueño del acto creador. El paquete flota, (cual barquillo de papel en el océano) en la “Matriz”; éter infinito; carente de luz, de temperatura; sin tiempo.

El paquete es pensamiento; la matriz que lo incluye: los vacíos aledaños inconmensurables que lo rodean.

Dentro del paquete hay distintos y múltiples momentos detenidos, que son como cada cuadro de la película. Todos existen lo que dura el paquete, o sea: cercanísimo a la nada.
Pero… por cierto mecanismo que pienso describir, afirmo que hay una conciencia del tiempo dentro del paquete, solo una apariencia. Como aquella que nos brinda el mago prestidigitador al hacer su truco.
Los planos, con sus correspondientes momentos dibujados, presentan cierta permeabilidad en un solo sentido, de adelante hacia atrás. Lo digo en estas palabras para poder explicarlos, pues, el “paquete” no tiene ni atrás, ni adelante, ni abajo, ni arriba. A los planos del medio les llegan reminiscencias de aquellos ubicados más atrás (o por debajo); se conforma entonces una sensación de pasado. Es como la brisa que nos trae aromas de flores lejanas. El futuro puede, en algunos casos poseer permeabilidades inversas que, como un reflujo filtrado, nos devuelve recuerdos del futuro. Los llamaré: vaticinios, precognición, profetización, corazonadas, etc.

Intersecciones
Los “paquetes” (y su componente: los planos) poseen la propiedad de insertarse entre sí; son, a la vez, capaces de hacerlo en cualquier ángulo y en cualquier cantidad.
Cada lámina de un paquete podrá ser cruzada por la de otro. El contacto será el segmento de intersección determinada por las dimensiones “ancho-alto”, aportadas por cada plano de los paquetes. Quedará entonces constituido un retículo de segmentos. El tamaño del reticulado dará el grado de intensidad de todo tipo de vivencias de cada “ser”. Para comprender mejor, imaginemos dos juegos de naipes que posean la propiedad de intercalarse de cualquier forma posible.
En el caso de que la inserción sea perfectamente perpendicular, dará a cada “ser” (representado en cada paquete) la sensación de conocimiento y recuerdo hacia atrás y la sensación por todos conocida de: “a este ya lo conozco de alguna parte”. Esta ilusión será más fuerte o no según el grado de superposición. Si fuese total la coincidencia (o sea: en una dimensión), el recuerdo, la sensación, resultarán muy vívidas; tanto que rayará en la tangibilidad.
Mi aclaración anterior dice: “en una dimensión”, afirmación ésta surgida a raíz de que el “paquete” no es una caja. Recordemos que solo tiene dos dimensiones. Y por más que apilemos láminas, siempre tendrá el mismo grosor infinitesimal.
¿Quién origina el pensamiento? Lo llamaré Primer Pneumotor. Primer en el sentido de primero y único; pneuma del latín aire, soplo; motor por iniciador, generador.¿Podemos atribuir a alguien la generación del primer pneumotor? Demasiado fácil sería adosarle la figura de un venerable anciano de larga barba blanca con una vara en la diestra; debo confesar que no tengo la más remota idea (idea en pequeño) al respecto. Intuyo al primer pneumotor como principio y fin, sin que se requiera mediación ninguna para generar su origen. Simplemente “Es”. “Existe” en términos absolutos.
El primer pneumotor es la energía fluyente, de orden inteligente, y no me refiero a la inteligencia humana, tan deficiente y proclive a la equivocación; hablo de la inteligencia perfecta, que comprende cada rincón del tablero, cada molécula, átomo, cada cimbrón de la partícula subatómica de ese tablero; cada movimiento pasado, presente y/o futuro; si me permiten la comparación con el juego de ajedrez, porque como ya lo he explicado, nada terreno es comparable al Primer Pneumotor (ni a la matriz).
El primer pneumotor es inocente de cualquier acto, no premedita acción, no necesita de la finalidad; por su condición independiente, de autosuficiencia, de perdurabilidad (nunca fue creado ni será destruido) no requiere ni está sujeto a nada.
¿Qué material compone al primer pneumotor? Él se compone en su totalidad por la sustancia “idea”; adimensional, carente de peso, flujo de trenzados arcanos, movediza y esquiva, que, como una anguila en el agua, recorre la matriz con rumbos aparentemente azarosos, a tal velocidad incircunscripta, que la rapidez de la luz, es mera tortuga renga en retroceso. Pero velocidad es espacio recorrido en la unidad de tiempo y en este medio no existe el tiempo, ni la matriz posee puntos a recorrer; directamente no existen puntos (es la nada); ni “A”, ni “B”, por lo tanto el espacio entre ambos… menos a nada.
Cuéstele creerlo, querido lector: velocidad sin espacio, sin tiempo, significa la capacidad de estar simultáneamente en todos lados.
Ahora bien; la energética carrera del primer pneumotor en determinados “momentos”, se repliega, expande, arremolina mientras genera vórtices activos que terminan trasmutándose en el suceso pseudo energético llamado “paquete”. De esta manera, hemos asistido al nacimiento y fenecimiento del paquete, tan inmediato como efímero; producto de la única y fenomenal potencia creadora de la cual sólo es capaz el “Primer Pneumotor”.
Dije que la matriz es la nada, el “cero”. El primer pneumotor es el todo, el uno inconmensurable de un sistema binario colosal.
La matriz (la nada) podría fagocitarse la energía del primer pneumotor, diluirlo en lo infinito de su vastedad, como ocurriría al arrojar el contenido de un salero en medio de una gran laguna de agua dulce; pero no, por fortuna la energía del primer pneumotor se mantiene coherente, delimitada a la perfección, independiente total del influjo de la matriz.
¿Se puede entender al primer pneumotor sin la matriz, o viceversa? ¡Imposible! Inseparables como el culo y el calzón, el café y la taza, el cielo y las estrellas. No me pregunten por qué; ni por lo uno, ni por lo otro.
El primer pneumotor se relaciona, de manera análoga al principio de acción-reacción; es inseparable a la matriz en primer grado; al paquete en segundo término.¿Por qué en segundo término? O mejor…: ¿Qué papel juega el paquete, entre la nada y el todo? Así como el ojo se engaña cuando ve finas líneas negras alternadas en lo inmediato por finas líneas blancas y las cree grises, así ocurre con el paquete. A cada plano del paquete se le intercala un plano de la matriz. Y éste es otro aspecto crucial de la multilaminidad.

El paquete y los espacios ínterlaminares
Agrego un nuevo misterio maravilloso: entre cada lámina se intercala otra, constituida por la “nada” de la matriz. De ningún modo contradice lo expuesto; mejor todavía, refuerza la teoría enunciada.
La nada es ausente de colores, es la negrura perfecta, la negrura del vacío donde ni siquiera figura la luz. El primer pneumotor es puro brío “cegador”; si pudiéramos verla nos quemaría las pupilas al instante; es un resplandor tan intenso que no podríamos imaginar. En otras palabras: una luz tan abismal como la oscuridad de la nada.
¿Qué color se le puede asignar al paquete? El paquete inaugura y despide el tornasol en su cortísimo devenir; presenta en esa fracción cierta iridiscensia instantánea, producto de vibraciones de alta frecuencia, (baja longitud y baja amplitud) producida por el roce entre los planos del paquete y de la nada. Como el arco del violín contra su encordado emite sonidos, la actividad interplanaria refleja los colores del arco iris. A estos fulgores tornasolados, se lo confundió desde siempre y se lo llamó: “alma”.
El paquete multilaminar se constituye por “fetas” de reflejos de energía creadora y otras tantas, equivalentes del componente “nada”. Esta mezcla hace que el paquete sea imagen y semejanza del primer pneumotor; claro está, influida por la nada, queda solo a principios de camino; torna a la graduación, lejana; imposibilitada de llegar a ser la figura completa del “Primer Pneumotor”.
Parece una zoncera; tan sencillo, tan increíblemente real.

Sobre los planos del paquete y sus curvaturas
Para evitar la segura bostezalidá, decidí en el principio, no agregar complicaciones al caso; supongo, a estas alturas, que toda la teoría se ha comprendido, por esto, me animo a describir detalles más finos y profundos.
Sin perder la condición de bidimensional, los planos pueden presentar ligeras curvaturas e incluso “abollones”; en estos casos (los paquetes rara vez se presentan perfectos, siempre poseen una pequeña deformación), cada plano difiere en grado mínimo a su antecesor y a su consecutivo. Las diferencias surgidas, promueven efectos convexos y efectos cóncavos, según resulten las sumatorias de los ángulos en juego. Por ejemplo: dado dos planos curvados, pero ligeramente desiguales, aún que cóncavos ambos, uno será menos que el otro; o sea: un poquito más cercano al convexo. Ocurre entonces que aquellas “permeabilidades” de las que había hablado antes, se concentran o se disipan sobre la siguiente o anterior lámina. Las desigualdades presentes dará paquetes con diferentes tensiones internas. Dará distintos tipos de “seres”.
Pero bien, ya comienzo a sentir el cansancio y me aburre atender tanto tiempo sobre algo, que al final no me servirá de nada.Yo debería poner a trabajar mi genialidad en política. Postularme. Eso, me postulo para gobernador. O mejor, me aboco a conseguir el Ministerio de Acción Social. Dicen que por ahí corre mucha plata.
Con respecto a la Teoría de la Multilaminidad, estoy persuadido, es perfectible; además debe ser ampliada y enriquecida. Por otra parte, enfrenta graves probabilidades de fracaso desde su inicio… No promete ninguna vida perpetua después de la muerte terrenal.

Nota de pie:
Bradley creía que el momento presente es aquel en que el porvenir, que fluye hacia nosotros, se desintegra en el pasado, es decir que el ser es un dejar de ser.
Cita: Atlas de J.L. Borges (y María Kodama)
¡Qué ingenuo eres, Bradley!(Nota mía)

domingo, 10 de febrero de 2008




La intriga del Sr. Poldo Soto-Borbón

Estimado Orlando: permítame una inquietud.
¿Cómo explicaría la aceleración del tiempo a medida que uno envejece?
Atte. suyo: Poldo Soto-Borbón

Sr. Poldo: Según puedo inferir, se refiere Ud., a que los tiempos de la infancia resultan más extensos; en cambio, en pase por la madurez, llegando a la senectud, lo vivido se comprime y los años se transforman en meses, los meses en días… la vida en un soplo…
Efectivamente, a este fenómeno lo denomino: “Achatamiento planar”. Ocurre por la percepción modificada, -debido al influjo resultante de la sumatoria de los planos- del devenir (solo en sentido aparente) de la existencia dentro del “paquete”. ¿Recuerda cuando hablaba de la permeabilidad y las reminiscencias? Resulta que cada plano aporta su carga reminiscente para sumar su efecto una y otra vez. Deberá considerar que el primer agregado influirá en un cincuenta por ciento en ese conjunto de dos elementos, el tercero 25/oo, el cuarto 12,5/oo, el quinto 6,25/oo, el tercero 3,125/oo, el cuarto 1,5625/oo... (hasta lo asintótico). Se configura entonces, a partir de la acumulación, esa sensación que Ud. describe.
Muy difícil de explicar en palabras; tal vez, simplificado en el siguiente ejemplo, se torne más claro:
Tome Ud. un potente largavistas, colóquese en un extremo de la Avenida San Martín. ¿Está situado? Enfoque la acacia bola más inmediata. Constatará que a pesar de los aumentos, el árbol se nota más o menos en su tamaño corriente. Compare transeúntes, automóviles, vidrieras, etc. ubicados en la zona cercana. Es casi como verlos a ojos desnudos. Guardan sus distancias habituales ¿no?
Bien, observe ahora el fondo de la avenida, los autos lejanos tienen casi el mismo tamaño que los situados cerca, vea lo amontonados que se presentan. Parecen figuritas colocadas unas detrás de la otras. Las distancias se han acortado. El adminículo óptico no aumentó la escena proporcionalmente; dejó normal los primeros planos y aumentó en forma gradual, -según su alejamiento-los posteriores.
Diremos entonces: Los planos se representan* comprimidos; al igual como percibe el hombre mayor, el tiempo pasado.
Espero haber contestado su pregunta.

* Representar: (del lat. repraesentare) Hacer presente algo con palabras o figuras que la imaginación retiene.

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Un accidente terrible

Ocurrió hace tiempo. Cuando era joven. Una mañana de verano, apenas pasadas las primeras luces.
Yo me dirigía a la planta de silos; estábamos en plena cosecha de trigo y la cola de camiones llegados por la noche, nos obligaba a redoblar esfuerzos.
Al acercarme al paso nivel encuentro el tren detenido, con su motor de pulmones a diesel pesado, rezongando en régimen de ralentí. Metido hacia adentro, al costado; un montón de astillas e hierros retorcidos. Minutos antes, habían sido un acoplado. Más allá, cruzado, detenido sobre la mano contraria, el camión que lo tiraba. Un “Bedford” verde, con caja de madera reseca, blanqueada a fuerza de insolación. Como hecha de tranqueras viejas.
Máquinas caducas ya para esos tiempos, que sólo se encontraban en las chacras o en algún barrio periférico. Como todos los “Bedford”, de guardabarros negros; su pintura principal, de menos durabilidad, estaba opacada, erosionada hasta mostrar el antióxido rojo o la mismísima chapa.
El acoplado, con su lanza casera, de ojo fijo, al volcar, había girado y arrancado el enganche con su respectivo paquete de elásticos, del chasis del camión.
Tres o cuatro chanchos, se desparramaban muertos, ocupando buena parte de la calzada y de la banquina; los demás, repuestos del susto, pastoreaban o husmeaban distraídamente entre la maleza.

El hombre daba pasos más anchos que largos, giraba en radios vacilantes. Para mí, era un descendiente de aquellos colonos provenientes del Volga.
La señora: una mujer de campo; monolítica; de mejillas surcadas por red infinita de diminutas venas carmesí.
De fuertes brazos; que, si llegabas a eso de las once de la mañana al campo, preguntaba: ¿No gusta quedarse a comer? Ahí nomás, tomaba del cogote a una gallina (o un ganso), le daba varias vueltas como si fuera una manivela, la desplumaba, la evisceraba, te la preparaba en el horno de la cocina a leña y vos te la comías (te rechupabas los dedos) con papas, fritas en grasa de cerdo.
De esos brazos que en reposo, formaban un pocito donde dobla el codo.

La señora, desolada, manos en la cabeza, caminaba entre los animales occisos mientras exclamaba: “¡Menos mal que se denganchó! ¡Menos mal que se denganchó; sinó, nos mata a todos!”

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Derecho de pernada

Cada vez que terminaba mi jornada de campo, llegaba a la casa, abría la heladera a gas, bebía una cerveza fría. El establecimiento ganadero se extendía varios kilómetros al norte, al este, al oeste. El tamaño se relacionaba a su productividad. Dimensiones enormes, en un clima semiárido, de montes espinudos, xerófilos; para tener unas pocas vacas. Hastiado de la sociedad banal, acelerada, materialista, me había fugado al hirsuto (pero amable) paisaje; ambiente propicio para la introspección.
Los calores de los días de verano golpeaban sin dar treguas; solo el levantarse al alba, dejar las tareas a media mañana y guarecerse en una siesta, mitigaban en parte, las molestias estivales.
Al llegar la noche, la ausencia directa del sol aliviaba mi vida. La brisa cálida corría por el suelo aún caliente, provocando mi individual alegría. Mientras la comida tomaba temperatura a fuego lento, me obsequiaba una ducha de regadera en la galería de mi casa. Sereno, me secaba, ponía las medias; me calzaba. Desnudo salía a caminar bajo la luz del cielo nocturno.
Si la luna estaba llena, se iluminaba todo, podía ver a lo lejos. Incluso proyectaba mi sombra en el piso.
Romántico. Ese brillo cubría los objetos creando un mundo nuevo, de blancos y de grises plateados.
Ella, como un cachorrillo huérfano, también desnuda, me seguía.
Yo, ponía mi mejor aire de distraído, caminaba mirando adelante. Solo cada tanto, giraba mi cabeza, la miraba a los ojos. Siempre los encontraba fijos en mí. Grandes ojos dulces, inocentes, vulnerables. Ella era muy joven; en el primer ciclo ovulatorio, el instinto recargado de hormonas, fértil, dictaminó imperioso la urgencia de engendrar. Eso fue en otro campo; al mío, ya llegaron madre e hija.
Desde el primer momento me despertaron una enorme voluptuosidad . Dirán que soy un depravado; gracias a dios, pronto pude alejar de mis pensamientos la imagen de la chiquita, que prometía ser tan linda como la madre. No soy paidofílico.
Una de esas caminatas nocturnas, me llevó hasta los corrales, donde me detuve bajo “la sombra” de unos álamos plantados al borde de la aguada. Escuché el sonido de las hojas al moverse por la brisa; olisqueé las fragancias de las plantas resinosas, un poco más turgentes luego de la tremenda tarde. Me quedé inmóvil, los segundos parecieron detenerse. Un búho en vuelo silencioso, pasó en graciosa curva sobre mi cabeza. Sólo los breves chistidos delataron su presencia.
Ella se acercó retrasada, se colocó a mi costado, echó su peso contra el mío.
Al instante, comprendí, inevitable, ocurriría lo que tenía que ocurrir. El solo roce del cuerpo colocó mi masculinidad al máximo. Ella permaneció pasiva, sumisa; aumentó mi deseo hasta el paroxismo. Mi corazón estaba a punto de salirse del cuerpo. La tomé. A mis primeras maniobras (un poco bruscas, turbadas de ansiedad), contrapuso su mansedumbre quieta. No pude evitar cierta piedad.
Me sobrepuse; dejé toda caridad de lado, la tomé por detrás (recuerden, estaba desnuda), la empujé contra el esquinero del alambrado; la presión le hizo torcer la cabeza contra el poste; busqué sus huecos con mis dedos, la ingresé por la vía condenada. Sentí como se retorcía, trataba de zafarse; a la vez, me ofrecía su carne, su mucosa roja como la sangre, aún áspera, seca. Yo fui animal, un bruto; no me importó que la pequeña me estuviera mirando. Desde el principio sabía de la presencia de esos ojos tan nuevos que, indefectibles, acompañaban a la madre. Y esa mirada central, definitiva, subsume tal vez, lo que podría explicar todo mi arrebato.
Frente a la inocente testigo, envalentonado, metí todo mi ser, sin cuidados, sin conmiseración; ella también me hizo sufrir; pero… en ese instante, el dolor se trocó a goces sin frenos.
Al otro día, ya tranquilo, soporté imperturbable los tormentos (la resaca), resultados de la noche anterior. La próxima, le saco las rosetas, los abrojos; la baño con un buen jabón para lana fina.

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El empleado nuevo

Al poco tiempo de recibirme, nos pidió trabajo un ingeniero flamante, un ex compañero. Con él habíamos estudiado en el mismo equipo, por eso le tenía estima. No voy a dar nombres, pero diremos que su apodo es “Pirucho”.
Bueno, lo empleamos, con la condición que debía hacer un poco de todo.
En efecto, la mayor parte de sus tareas transcurría en oficina, un poco en el galpón, menos en el campo.
En cierta oportunidad, va a supervisar al hombre que ventilaba semilla; en determinado momento, sube para constatar el llenado, -por adelante- al carro donde caía el granel. Al bajar por la lanza de enganche, resbala. Con la rebaba del crucero, se golpea la canilla para lastimarse un poco. Casi se desmaya. De inmediato solicitó retirarse. Al otro día falta; a eso de terminar la mañana, aparece la madre con un certificado médico que avalaba el reposo por una semana. Ese mismo día lo fui a visitar, quería darle mi apoyo y a la vez porque sentía curiosidad. Al llegar, me hicieron pasar. Pirucho estaba acostado en el medio de la cama grande, tapado prolijamente hasta el pecho; la novia sentada, a su lado; la madre rodeó la cama para sentarse en el lado libre. Yo, no lo podía creer, tan grandullón, tan mimado.
Recuerdo un episodio posterior, cuando fuimos a realizar trabajos de manga a un campo de monte. Ahí las vacas eran bastante chúcaras y algunas, más locas que una suegra. Mal que mal, iban pasando; nosotros adelantábamos trabajo a pesar de los animales, que estaban enojados, muy ariscos. En una de las mangadas, queda sola, la madre de todas las vacas locas. La puedo ver como si fuera hoy. Una vaca blanca, manchadita de gris; de guampas liradas, puntiagudas, como de un metro de anchura. Empezó a los corcovos, se abalanzó sobre el lateral de la manga y quedó en báscula, apoyada sobre el pecho, con las patas delanteras estiradas. Resoplando dio otro envión y estuvo fuera. Resoplando agachó la cabeza; con mirada asesina enfocó a Pirucho. A él, el instinto no le falló, le ordenó: “¡Rajá!”
Ni lerdo ni perezoso, dio media vuelta y partió a la carrera rumbo al esquinero del alambrado. En realidad, a solo setenta u ochenta centímetros había un portillo abierto, pero él no lo vio. La vaca ya había arrancado y acortaba distancias; al llegar a los pies de Pirucho pega el cabezazo, éste ya está en el aire. La vaca lo engancha con la punta del cuerno en el taco del borceguí y lo impulsa, lo hace pasar limpito por encima de la cerca. Pirucho cae en “cuatro patas”, patina, escarba con todas sus extremidades, sale disparado hasta el siguiente alambrado, para saltarlo con la agilidad que solo puede otorgar el miedo.
Yo, ya estaba a resguardo dentro de la manga; ahí, seguro, -el bóvido- no volvería a entrar jamás. Mi finado abuelo, un español cortito, rechoncho, se doblaba de risa y se tomaba la panza con las manos. La vaca, al perder su objetivo primario quedó desconcertada por escasos segundos, para enseguida, ensañarse con mi mochila colgada en uno de los palos del esquinero.
-¡Nerio, Nerio, métase acá!- le decía yo, y él no me hacía caso. Cuando se acercó, lo tomé al viejo por el cinto y lo ayudé a entrar en la manga. La vaca, seguía encarnizada con la mochila; mientras tanto, me rompía el frasco de vidrio donde guardaba la mezcla con café, leche en polvo y azúcar. Descargada su bronca, al ver el camino despejado, se retiró de escena, -para no molestar más- con un trotecito eléctrico y trabado que le hacía temblar la cruz.
Pirucho quedó durante un buen rato, pálido como el papel.
Al poco tiempo presentó la renuncia.

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Un peludo a la vera del camino

Había cargado triticale* en el campo de un vecino. Simiente para los verdeos de invierno, tan necesarios en la alimentación de los novillos. Cuidé bien de colmar el acoplado para evitarme repetir el viaje.
Estrenaba la tolva autodescargable; no dejaba de maravillarme esa máquina pintada en amarillo huevo, con sus dos enormes neumáticos agrícolas que parecían haber sido forjadas en los talleres de un gigante. A mí se me antojaba como un juguete salido de proporciones y me sentía feliz de jalar ese ingenio; más todavía por el desafío, porque el tractor sin cabina que conducía, estaba un poco viejo, un poco chico.
Saludé al vecino y partí en segunda velocidad con mi mejor sonrisa. Lo dejé carretear un trecho, para encajarle la cuarta con algo de brusquedad prepotente. Hubo ruido a dientes de engranajes, patinó el embrague. Muy mal puesta. Es que esas antiguas cajas de cambios no son sincronizadas, de tardarme un poco, a tal escasa velocidad me habría detenido nuevamente.
Nos alejamos por el camino principal flanqueado de eucaliptos. Emitíamos un grueso humo que parecía poner el caño de escape a reventar; pero nos movíamos seguros por la calzada endurecida, bien cuidada. Gradualmente tomábamos impulso y el motor se soltaba en un sonido alegre.
Al salir, doblé a la derecha rumbo a mi destino por una huella donde el tractor se encarriló. El acoplado no; al poseer semejante rodado excedía la senda, pisando los costados blandos y obligaba al desgastado motor a un trabajo extra.
Por suerte, estos caminitos suben y bajan dándole gracia a la llanura. En un declive, permití que el conjunto tomara velocidad; cuando el tractorcito se descuidó, le chanté la quinta. No le gustó para nada, en seguida me lo hizo saber con sus rezongos roncos, que eran apenas, porque lo atoraban sus propias explosiones. No alcanzaba a expirar cuando el esfuerzo lo obligaba a otra bocanada de aire y ya la inyectora le imponía el trago de gasoil. Así reptábamos por los caminitos chatos de la pampa y cuando pasábamos algún badén, la tolva se movía hamacando las catorce toneladas de semilla y a la vez al tractor. Primero, lo cargaba por atrás; el tractor buscaba a levantarse de trompa. Luego, lo soliviaba, lo apretaba de adelante. Por momentos parecía detenernos; en otros, nos empujaba.
Y así íbamos los dos por los caminitos de la pampa.
En eso, veo un peludo** muerto en la orilla del camino. Pienso: “debe llevar varios días, por lo hinchado”. Saco un simple cálculo, la rueda del acoplado lo va a pisar. Evitarlo: imposible, me va a retrasar; no vale la pena. Paso junto al cadáver y miro hacia atrás; total… ¿qué pierdo?
La gran rueda es una cinta que muestra una sucesión sinfín de “Ves” borrosas, superpuestas. Avanza determinada y acaba por pisar al animal, lo cubre casi totalmente. En eso escucho una explosión, como si hubiese pisado un fútbol. ¡El peludo ha reventado! Veo una mancha corrida ¡es la cabeza! Adherida, todavía, le sigue una tripita flameante; debe ser la faringe (o la laringe, o el esófago). Recorre tres o cuatro metros y cae atajada en la maleza inmediata al alambrado. Me quedé asombrado; me reí para mis adentros.
¡Las cosas que hay que presenciar en estos caminitos pampeanos!

* Triticale: cereal forrajero, producto del cruzamiento entre el trigo (Triticum aestivum) y el centeno (Cereale cecale).
** Peludo: tipo de armadillo carroñero.

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