sábado, 20 de septiembre de 2008

El orfebre (título provisorio)(cuento en construcción)

Con la pinza de filatelia tomó una palabra, delicadamente la insertó en la oración. Poco a poco, el poema (o el cuento), tomaba forma.
Él guardaba innumerable cantidad de palabras. En latas vacías de duraznos en almíbar - los artículos en latas de paté -, en gavetas, en pequeñas cajas de cartón. Contra una de las paredes, se apoyaba un mueble –otrora guardaba bulones cuando había pertenecido a una ferretería*-, con gran cantidad de cajones. Diez de altura, por treinta; me parece haber contado. En éstos, rotulados con tiza, dormían más o menos entrecruzadas, centenares de palabras extrañas escritas en cursiva inglesa. Tan poco usuales eran algunas, sus cajones tan poco frecuentados, que un sello de telarañas cubría la entrada. De esas arañas patonas de techo, de las buenas; de las que no “pican”.
El estudio amontonaba bastante polvillo; de los muros colgaban objetos estrambóticos salidos de libros no menos estrambóticos; recuerdos atesorados por el artesano con expreso cariño. Luego, el piso cubierto con montículos de frases, palabras, narraciones inconclusas… ¡si al caminar se tenía la impresión inminente de patear o pisar un poema!
Lo único moderno eran una cajas plásticas, apilables. A mí me parecieron apropiadas para guardar frutas y verduras; él las ordenaba por alfabeto, repletas de sinónimos.
-"Borges opinaba en contra de los sinónimos; para los chambones como yo, está bueno tenerlos a la mano. Siempre existe uno más sonoro, más limpio, mejor ajustado que otro"- afirmaba, sin levantar la vista de su obra.
Para hablar mal y pronto, el lugar se presentaba caótico. En cierta ocasión, me confesó su necesidad por el desorden; aparente si se quiere, pues él memorizaba la ubicación de cada pieza.
-Convivir a diario con este revoltijo, lleva en cualquier momento, a que la mente ensamble la obra- completó el concepto.
-El chispazo de la creación, la emoción poética- comenté atrevido.
-Después el oficio, el trabajo, la técnica- agregó.
Llevaba ya unas cuantas semanas de armado; paciente agregaba palabras, luego retiraba alguna, sustituía unas pocas; volvía a mirar desde todo ángulo, juzgando la parte y el todo.
-A veces hay que “podar”- decía. Y callaba, porque no era amigo de hablar mucho.
El texto tomaba forma, se erguía como un pequeño edificio, un edificio “bonsái”. En realidad estaba tejiendo una escultura. Un objeto tridimensional.
Él empleaba como dije, palabras de letras cursivas, fundidas en una aleación gris clara, blanda que, pienso, debería contener una buena parte de plomo y otra de estaño. Los bloquecitos, del otro lado de la faz, poseían pequeños dientes y pequeños agujeros en ambos extremos, para encastrar con otras palabras. Esta particularidad variaba en cada una de ellas; se constituía entonces, llave y cerradura a la vez. No cualquiera daba la combinación.
En una oportunidad levantó un gerundio; lo tenía tomado entre el pulgar y el índice; cerraba un ojo, con el otro miraba la pequeña figura. A mí, me ubicaba en un plano alejado, me desenfocaba; de eso estoy seguro.
-¿Ves? Pocos machos y muchas hembras, este acopla en cualquiera, pero… da uniones débiles. Hay que cuidar donde se los pone. A pesar de su universalidad fácil, no van en cualquier lugar.

Sabía que lo podía encontrar en su lugar de artesano. Siempre rodeado por los objetos que le daban sentido a su existir. Estuve tentado de poner “sus objetos”, al recordar sus dichos, me abstuve.
-“No importa cuántas cosas podamos abarcar, seremos durante esta vida, sólo animales desnudos sin posesiones. Nacemos desprovistos. A la muerte, se nos prohíbe acarrear cualquier material hacia el inframundo. Sin embargo, gustamos del engaño, pues le da sensación de permanencia, a nuestra existencia efímera”.
-“Reconforta acumular; hasta por ahí nomás. Los objetos atan, quitan más de lo que brindan. El significado que seamos capaces de agregarles, sólo eso, será relevante para su valor”- me decía.

-Con los adverbios terminados en “mente” ocurre algo parecido, para colmo de males son “extremadamente” largos. Por este motivo, insertados en la frase, quedan curvados como el arco, en flexión; parecen a punto de saltar en cualquier momento.

Él, era un solitario. No sé si tenía familia, por lo menos nunca la nombraba. Frente a su obra –gracias a él existía- era singular habitante del planeta; gracias a ella existía. En la que trabajaba, se encontraba todavía incompleta referente a lo material; casi terminada en la mente. Faltaban detalles y tiempo real para completarla. El pensamiento corría más deprisa que las manos. Al terminar las etapas, daba unos pasos hacia atrás para analizarla en perspectiva. Corregía. Ajustaba. Completaba.

Anudó un alambre apenas más grueso que el cabello humano. Debe haber sido de plata, por maleabilidad y brillo. Lo cruzó por todo el texto, lo tensó, lo amarró con firmeza a una palabra; desde allí, con menos tensión se dirigió a otra palabra cercana, anudó y alicate en mano, cortó. Al asomarme pude ver varios de estos hilos –de distintos calibres- cruzando el contenido.

Un día estaba enojadísimo. Yo me alejé para no molestarlo. El taller le resultaba chico; estaba inquieto, un poco torpe. Se le caían cosas de las manos, enganchaba con la punta de los pies y pateaba sin querer, los montículos de palabras. En uno de esos giros bruscos, empujó hasta el derrumbe, una pila mal acomodada de cajitas.
-¡Y la p…! ¡Las preposiciones! ¡Me tienen re podrido!- exclamó en lenguaje para nada literario.
Luego, menos alunado, me explicó. Me dijo que él tenía la tendencia a usar demasiados “con”; como las preposiciones vienen en juego, se veía obligado a acumular múltiples conjuntos incompletos.

En una de las paredes tenía clavado un cartel; esos, de chapa enlozada. Me acerqué para leerlo; esperaba algo así como: “Hogar dulce hogar” pero encontré lo siguiente:

“Para contar un cuento no se necesitan nada más que palabras. Y las palabras, cuando uno las llama, por lo común vienen corriendo. Aunque a veces se hagan las remilgadas —y eso pasa con las más jóvenes, las recién venidas, las que apenas uno conoce—, siempre terminan por venir. Están jugando como mariposas allá adentro. Uno tiene que hacerlas bailar, atarlas con un hilo de seda, soplarlas de un rincón a otro, pesarlas sobre la balanza del oído, acariciarles sus lomos como si fueran animales domésticos. Decirse: ‘Esta es más dulce que aquélla; aquélla es perezosa y ésta es triste’. Las palabras son como las personas: tienen cada cual su carácter. A veces prestan ayuda; a veces se vuelven egoístas. Esta noche me cuesta trabajo hacerlas venir. Pero, tarde o temprano, aunque sea a los tirones, tendrán que ir apareciendo".
JUAN JOSÉ SENA

Mentira lo de “Hogar dulce hogar”, yo sabía que el taller era el sitio más improbable de encontrar aquella leyenda.
Continué visitándolo con frecuencia sin lograr hacerme amigo. Él solía tener días malos y apenas me hablaba. En una oportunidad lo encontré más amargado que de costumbre. Nunca lo había visto tan enojado. A escasos minutos de mi entrada perdió la paciencia por algo que dije, que ya ni recuerdo. Tuvimos una breve discusión, porque a las pocas palabras me echaba fuera, mientras blandía el bastón como macana. Yo retrocedí con un ojo puesto en sus ademanes, con el otro, vigilaba el terreno para no tropezar.
Al llegar a la vereda, envalentonado le pregunto: “¿Acá está bien? ¡Éste lugar es público! ¡Tengo derecho a permanecer!”
-¡Más allá de la línea municipal! ¡Más allá!- gritó, mientras revoleaba el bastón y vociferaba no sé cuántos improperios.
-¡Máh sí, viejo loco!- dije para mis adentros y comencé la retirada; antes de dar vuelta la esquina, volteé hacia el taller. Él continuaba gesticulando; no pude escucharlo, el viento alejó de mí, sus provocaciones, hacia el cardinal opuesto.
Esa fue la última imagen que me quedó de él.

*Las gavetas medían aproximadamente de frente, un palmo por un palmo; por su parte media, se ubicaba la respectiva manija abisagrada, de fundición; que, en algunos casos era de alambre. Sobre y por debajo de la agarradera, se notaban impresos, secuencias de números blancos en flagrante oposición al fondo marrón oscuro del cajón. Por ejemplo: en el borde superior, 6,5 30; en el inferior, 6,5 40.


coronicasconfusas@live.com.ar

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es admirable su trabajo, Ingeniero. Ha logrado esbozar una sonrisa con sus líneas, a vacacionar con mi imaginación por aquel lugar. Debo contar, amigo Ingeniero, este cuento (aún inconclusa, según palabras suyas) es lo primero que he leido y me resulta sumamente atrayente e interesante.
Sería un placer que pudiera participar también de nuestro grupo, al menos ofreciéndonos la oportunidad de publicar alguno de sus cuentos (lo dejo a su criterio) en nuestra página.
Nos mantenemos en contacto

Anónimo dijo...

Estimado Ingeniero: Su cuento provisorio, me resulto original y asociativo, genera curiosidad y sostiene la atencion. Lo ludico como impronta que domina el texto es una alternativa muy creativa.
Federica