Durante toda la tarde había pasado arando las picadas contrafuegos. Ocurrió un noviembre rabioso en calores, en aires resecos. A través de los auriculares protectores escuchaba el ruido atenuado del motor que sonaba desprolijo, canallesco, en medio del silencio reparador del monte. Unos chac, chac impares, tan desmadrados como inadecuados atentaban contra cualquier buena sinfonía mecánica que se preciara de tal. Sin embargo, el tractor viejo, cinchaba con obstinación de buey; para mi curiosidad, a pesar de los tiempos disonantes tiraba de la rastra pesada con singular prestancia. Yo había terminado los laterales y el fondo; me dedicaba a cerrar la última cara del potrero. En la primer pasada sobre el lado del campo había observado un tero rondar la picada; lo volví a ver al regreso, instalado como una solitaria nota en el pentagrama del alambrado*. Me preocupé al imaginar que podría tener nido sobre el lugar a roturar.
Es bien sabida la capacidad del bicho de disimular su hogar. Un pequeño hueco que parece apenas un soplo de viento en el suelo, dos agujas de brachicheta y uno o dos huevos cenizas a pintitas negras: es todo. Aunque parezca extraño, podemos pasar al lado sin percibirlo; incluso, a sabiendas de la ubicación exacta, deberemos modular la vista hasta lograr descubrirlo. Y para colmo él, posee ese afán de actor, esa vocación de amague que lo hace gritar, mientras se mueve gestual en el lugar exacto, donde no lo tiene. Una estrategia ancestral, instintiva, premiada por los dioses con la prolongación de su especie. Aunque claro, la naturaleza nunca previno la invención en estos “tiempos modernos”, del tractor y del arado.
Ir y venir consumía medio giro de minutero; a cada revolución, el sol graduaba hacia la rasante su batería de rayos; hacía cada vez, mejor habitable la tarde. Era un alivio constante; igualmente se aliviaba el viejo tractor, que a la vez me achicaba la venganza, al disminuir la intensidad envolvente, de la fiebre cocida en su infernal caldera de pistones y engranajes.
Enfilé hacia el poniente a toda marcha; la máquina favorecida con el aire más fresco, enriquecido ahora en oxígeno denso, aumentaba rendimiento. A medio camino, uno de los toros planteleros jugaba echándose con sus manos sobre el lomo, la tierra removida de la picada. Revolcaba allí su cabezota al ritmo de los bufidos. Las nubes de limo renegaban asentarse, entretenidas al modelar divagantes figuras de enturbiada refulgencia, resaltadas al contraluz.
¡Ese toro de cabaña! ¡Tan boludamente manso! En vez de ladearse, comenzó a correr, a resoplar, a simular topazos delante del tractor. Yo lo observaba con la mano puesta en la palanca del acelerador preparado a detenerme; tenía miedo de atropellarlo. ¡Qué fastidio! Todo el cansancio acumulado rogaba que se fuera, me dejara terminar de una vez por todas. A escasos metros, el tero nos esperaba a grito pelado; tanto al toro como a mí. Por llegar el semental primero, fue blanco de la concentración; con las alas extendidas, aconcavadas, armadas con sus espuelas de rubí, daba al frente saltos cortos, casi ingrávidos, amenazantes. Tenía los ojos como fuego, chillaba enloquecido. En ese momento, por casualidad, logré divisar el nido; rebosaban dos huevos que se me ocurrieron enormes respecto al tamaño del pájaro. Detuve la marcha; el toro enfiló para el monte, sin antes practicar unos amagues de toreo destinados al teru teru, que voló espantado.
Señalé el lugar sobre el alambrado con el trapo que suelo usar para limpiar los acoples hidráulicos; para mayor seguridad construí una pequeña pirámide hecha de palitos y bostas secas.
Continué la labor hasta la cabecera para regresar “sobre el macho” y cerrar la melga. Desde suficiente distancia alcancé a divisar las señales; al llegar realicé el esquive para dejar justo, una isla sin arar. Al pasar, el tero, hizo un ademán de ataque. Enfrentó gallardo, en corto avance, con la vista fija, a los “Ingersoll” de mi rastra. Discos de acero templados que pueden cortar troncos gruesos como el brazo o descalzar en el “cerro” -mientras reverberan con voz de campana- toscas de buen tamaño.
Admirado ante el coraje, giré para grabar la estampa en mi retina; aunque el sol todavía encandilaba, pude verlo ya tranquilo; como si supiera que esa, era mi última pasada.
*Resulta extraño encontrar al tero posado sobre un poste de alambrado, sin embargo estoy seguro de haberlo visto; no recuerdo bien a causa de mi atención sobre el trabajo. Deduzco que ha estado asentado sobre el palo debido a su posible incapacidad prensil para tomarse del alambre propiamente dicho.
Es extraño, porque mientras no vuela, su condición normal es el de ser, un caminante rastrero. Podría afirmar también que al espantarse terminó encima de las ramas de un caldén seco, aledaño a la picada. Pero no estoy seguro.
Tal vez la frase: “una solitaria nota en el pentagrama del alambrado” no se ajuste a la realidad; como hallazgos de esta calidad son infrecuentes en mi escritura, he decidido dejarlo tal como está haciendo la salvedad del caso.
**Aldo leyó el cuento (o aguafuerte), y le gustó; por lo menos fue lo que él me dijo. Pero, al lado de "pentagrama del alambrado" apuntó: "muy visto", con su característica letra manuscrita que parece dibujada a la carrera. Luego me explicó que no sé quién, no sé cuándo, lo había trillado en exceso. ¡Y yo que creí haber descubierto la pólvora!
Bueno, entonces diré: "lo volví a ver al regreso, paseando solemne de solitario frac". Podría también agregar: "intranquilo, como el padre a la espera del alumbramiento de su primogénito".
domingo, 7 de diciembre de 2008
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1 comentario:
a mi también me llamó la atención la imagen del tero parado en el alambrado...pero para tu tranquilidad, he visto a su pariente rico, el chajá, parado en ramas de árboles secos...
lindo cuento
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