domingo, 10 de febrero de 2008




La intriga del Sr. Poldo Soto-Borbón

Estimado Orlando: permítame una inquietud.
¿Cómo explicaría la aceleración del tiempo a medida que uno envejece?
Atte. suyo: Poldo Soto-Borbón

Sr. Poldo: Según puedo inferir, se refiere Ud., a que los tiempos de la infancia resultan más extensos; en cambio, en pase por la madurez, llegando a la senectud, lo vivido se comprime y los años se transforman en meses, los meses en días… la vida en un soplo…
Efectivamente, a este fenómeno lo denomino: “Achatamiento planar”. Ocurre por la percepción modificada, -debido al influjo resultante de la sumatoria de los planos- del devenir (solo en sentido aparente) de la existencia dentro del “paquete”. ¿Recuerda cuando hablaba de la permeabilidad y las reminiscencias? Resulta que cada plano aporta su carga reminiscente para sumar su efecto una y otra vez. Deberá considerar que el primer agregado influirá en un cincuenta por ciento en ese conjunto de dos elementos, el tercero 25/oo, el cuarto 12,5/oo, el quinto 6,25/oo, el tercero 3,125/oo, el cuarto 1,5625/oo... (hasta lo asintótico). Se configura entonces, a partir de la acumulación, esa sensación que Ud. describe.
Muy difícil de explicar en palabras; tal vez, simplificado en el siguiente ejemplo, se torne más claro:
Tome Ud. un potente largavistas, colóquese en un extremo de la Avenida San Martín. ¿Está situado? Enfoque la acacia bola más inmediata. Constatará que a pesar de los aumentos, el árbol se nota más o menos en su tamaño corriente. Compare transeúntes, automóviles, vidrieras, etc. ubicados en la zona cercana. Es casi como verlos a ojos desnudos. Guardan sus distancias habituales ¿no?
Bien, observe ahora el fondo de la avenida, los autos lejanos tienen casi el mismo tamaño que los situados cerca, vea lo amontonados que se presentan. Parecen figuritas colocadas unas detrás de la otras. Las distancias se han acortado. El adminículo óptico no aumentó la escena proporcionalmente; dejó normal los primeros planos y aumentó en forma gradual, -según su alejamiento-los posteriores.
Diremos entonces: Los planos se representan* comprimidos; al igual como percibe el hombre mayor, el tiempo pasado.
Espero haber contestado su pregunta.

* Representar: (del lat. repraesentare) Hacer presente algo con palabras o figuras que la imaginación retiene.

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Un accidente terrible

Ocurrió hace tiempo. Cuando era joven. Una mañana de verano, apenas pasadas las primeras luces.
Yo me dirigía a la planta de silos; estábamos en plena cosecha de trigo y la cola de camiones llegados por la noche, nos obligaba a redoblar esfuerzos.
Al acercarme al paso nivel encuentro el tren detenido, con su motor de pulmones a diesel pesado, rezongando en régimen de ralentí. Metido hacia adentro, al costado; un montón de astillas e hierros retorcidos. Minutos antes, habían sido un acoplado. Más allá, cruzado, detenido sobre la mano contraria, el camión que lo tiraba. Un “Bedford” verde, con caja de madera reseca, blanqueada a fuerza de insolación. Como hecha de tranqueras viejas.
Máquinas caducas ya para esos tiempos, que sólo se encontraban en las chacras o en algún barrio periférico. Como todos los “Bedford”, de guardabarros negros; su pintura principal, de menos durabilidad, estaba opacada, erosionada hasta mostrar el antióxido rojo o la mismísima chapa.
El acoplado, con su lanza casera, de ojo fijo, al volcar, había girado y arrancado el enganche con su respectivo paquete de elásticos, del chasis del camión.
Tres o cuatro chanchos, se desparramaban muertos, ocupando buena parte de la calzada y de la banquina; los demás, repuestos del susto, pastoreaban o husmeaban distraídamente entre la maleza.

El hombre daba pasos más anchos que largos, giraba en radios vacilantes. Para mí, era un descendiente de aquellos colonos provenientes del Volga.
La señora: una mujer de campo; monolítica; de mejillas surcadas por red infinita de diminutas venas carmesí.
De fuertes brazos; que, si llegabas a eso de las once de la mañana al campo, preguntaba: ¿No gusta quedarse a comer? Ahí nomás, tomaba del cogote a una gallina (o un ganso), le daba varias vueltas como si fuera una manivela, la desplumaba, la evisceraba, te la preparaba en el horno de la cocina a leña y vos te la comías (te rechupabas los dedos) con papas, fritas en grasa de cerdo.
De esos brazos que en reposo, formaban un pocito donde dobla el codo.

La señora, desolada, manos en la cabeza, caminaba entre los animales occisos mientras exclamaba: “¡Menos mal que se denganchó! ¡Menos mal que se denganchó; sinó, nos mata a todos!”

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Derecho de pernada

Cada vez que terminaba mi jornada de campo, llegaba a la casa, abría la heladera a gas, bebía una cerveza fría. El establecimiento ganadero se extendía varios kilómetros al norte, al este, al oeste. El tamaño se relacionaba a su productividad. Dimensiones enormes, en un clima semiárido, de montes espinudos, xerófilos; para tener unas pocas vacas. Hastiado de la sociedad banal, acelerada, materialista, me había fugado al hirsuto (pero amable) paisaje; ambiente propicio para la introspección.
Los calores de los días de verano golpeaban sin dar treguas; solo el levantarse al alba, dejar las tareas a media mañana y guarecerse en una siesta, mitigaban en parte, las molestias estivales.
Al llegar la noche, la ausencia directa del sol aliviaba mi vida. La brisa cálida corría por el suelo aún caliente, provocando mi individual alegría. Mientras la comida tomaba temperatura a fuego lento, me obsequiaba una ducha de regadera en la galería de mi casa. Sereno, me secaba, ponía las medias; me calzaba. Desnudo salía a caminar bajo la luz del cielo nocturno.
Si la luna estaba llena, se iluminaba todo, podía ver a lo lejos. Incluso proyectaba mi sombra en el piso.
Romántico. Ese brillo cubría los objetos creando un mundo nuevo, de blancos y de grises plateados.
Ella, como un cachorrillo huérfano, también desnuda, me seguía.
Yo, ponía mi mejor aire de distraído, caminaba mirando adelante. Solo cada tanto, giraba mi cabeza, la miraba a los ojos. Siempre los encontraba fijos en mí. Grandes ojos dulces, inocentes, vulnerables. Ella era muy joven; en el primer ciclo ovulatorio, el instinto recargado de hormonas, fértil, dictaminó imperioso la urgencia de engendrar. Eso fue en otro campo; al mío, ya llegaron madre e hija.
Desde el primer momento me despertaron una enorme voluptuosidad . Dirán que soy un depravado; gracias a dios, pronto pude alejar de mis pensamientos la imagen de la chiquita, que prometía ser tan linda como la madre. No soy paidofílico.
Una de esas caminatas nocturnas, me llevó hasta los corrales, donde me detuve bajo “la sombra” de unos álamos plantados al borde de la aguada. Escuché el sonido de las hojas al moverse por la brisa; olisqueé las fragancias de las plantas resinosas, un poco más turgentes luego de la tremenda tarde. Me quedé inmóvil, los segundos parecieron detenerse. Un búho en vuelo silencioso, pasó en graciosa curva sobre mi cabeza. Sólo los breves chistidos delataron su presencia.
Ella se acercó retrasada, se colocó a mi costado, echó su peso contra el mío.
Al instante, comprendí, inevitable, ocurriría lo que tenía que ocurrir. El solo roce del cuerpo colocó mi masculinidad al máximo. Ella permaneció pasiva, sumisa; aumentó mi deseo hasta el paroxismo. Mi corazón estaba a punto de salirse del cuerpo. La tomé. A mis primeras maniobras (un poco bruscas, turbadas de ansiedad), contrapuso su mansedumbre quieta. No pude evitar cierta piedad.
Me sobrepuse; dejé toda caridad de lado, la tomé por detrás (recuerden, estaba desnuda), la empujé contra el esquinero del alambrado; la presión le hizo torcer la cabeza contra el poste; busqué sus huecos con mis dedos, la ingresé por la vía condenada. Sentí como se retorcía, trataba de zafarse; a la vez, me ofrecía su carne, su mucosa roja como la sangre, aún áspera, seca. Yo fui animal, un bruto; no me importó que la pequeña me estuviera mirando. Desde el principio sabía de la presencia de esos ojos tan nuevos que, indefectibles, acompañaban a la madre. Y esa mirada central, definitiva, subsume tal vez, lo que podría explicar todo mi arrebato.
Frente a la inocente testigo, envalentonado, metí todo mi ser, sin cuidados, sin conmiseración; ella también me hizo sufrir; pero… en ese instante, el dolor se trocó a goces sin frenos.
Al otro día, ya tranquilo, soporté imperturbable los tormentos (la resaca), resultados de la noche anterior. La próxima, le saco las rosetas, los abrojos; la baño con un buen jabón para lana fina.

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El empleado nuevo

Al poco tiempo de recibirme, nos pidió trabajo un ingeniero flamante, un ex compañero. Con él habíamos estudiado en el mismo equipo, por eso le tenía estima. No voy a dar nombres, pero diremos que su apodo es “Pirucho”.
Bueno, lo empleamos, con la condición que debía hacer un poco de todo.
En efecto, la mayor parte de sus tareas transcurría en oficina, un poco en el galpón, menos en el campo.
En cierta oportunidad, va a supervisar al hombre que ventilaba semilla; en determinado momento, sube para constatar el llenado, -por adelante- al carro donde caía el granel. Al bajar por la lanza de enganche, resbala. Con la rebaba del crucero, se golpea la canilla para lastimarse un poco. Casi se desmaya. De inmediato solicitó retirarse. Al otro día falta; a eso de terminar la mañana, aparece la madre con un certificado médico que avalaba el reposo por una semana. Ese mismo día lo fui a visitar, quería darle mi apoyo y a la vez porque sentía curiosidad. Al llegar, me hicieron pasar. Pirucho estaba acostado en el medio de la cama grande, tapado prolijamente hasta el pecho; la novia sentada, a su lado; la madre rodeó la cama para sentarse en el lado libre. Yo, no lo podía creer, tan grandullón, tan mimado.
Recuerdo un episodio posterior, cuando fuimos a realizar trabajos de manga a un campo de monte. Ahí las vacas eran bastante chúcaras y algunas, más locas que una suegra. Mal que mal, iban pasando; nosotros adelantábamos trabajo a pesar de los animales, que estaban enojados, muy ariscos. En una de las mangadas, queda sola, la madre de todas las vacas locas. La puedo ver como si fuera hoy. Una vaca blanca, manchadita de gris; de guampas liradas, puntiagudas, como de un metro de anchura. Empezó a los corcovos, se abalanzó sobre el lateral de la manga y quedó en báscula, apoyada sobre el pecho, con las patas delanteras estiradas. Resoplando dio otro envión y estuvo fuera. Resoplando agachó la cabeza; con mirada asesina enfocó a Pirucho. A él, el instinto no le falló, le ordenó: “¡Rajá!”
Ni lerdo ni perezoso, dio media vuelta y partió a la carrera rumbo al esquinero del alambrado. En realidad, a solo setenta u ochenta centímetros había un portillo abierto, pero él no lo vio. La vaca ya había arrancado y acortaba distancias; al llegar a los pies de Pirucho pega el cabezazo, éste ya está en el aire. La vaca lo engancha con la punta del cuerno en el taco del borceguí y lo impulsa, lo hace pasar limpito por encima de la cerca. Pirucho cae en “cuatro patas”, patina, escarba con todas sus extremidades, sale disparado hasta el siguiente alambrado, para saltarlo con la agilidad que solo puede otorgar el miedo.
Yo, ya estaba a resguardo dentro de la manga; ahí, seguro, -el bóvido- no volvería a entrar jamás. Mi finado abuelo, un español cortito, rechoncho, se doblaba de risa y se tomaba la panza con las manos. La vaca, al perder su objetivo primario quedó desconcertada por escasos segundos, para enseguida, ensañarse con mi mochila colgada en uno de los palos del esquinero.
-¡Nerio, Nerio, métase acá!- le decía yo, y él no me hacía caso. Cuando se acercó, lo tomé al viejo por el cinto y lo ayudé a entrar en la manga. La vaca, seguía encarnizada con la mochila; mientras tanto, me rompía el frasco de vidrio donde guardaba la mezcla con café, leche en polvo y azúcar. Descargada su bronca, al ver el camino despejado, se retiró de escena, -para no molestar más- con un trotecito eléctrico y trabado que le hacía temblar la cruz.
Pirucho quedó durante un buen rato, pálido como el papel.
Al poco tiempo presentó la renuncia.

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Un peludo a la vera del camino

Había cargado triticale* en el campo de un vecino. Simiente para los verdeos de invierno, tan necesarios en la alimentación de los novillos. Cuidé bien de colmar el acoplado para evitarme repetir el viaje.
Estrenaba la tolva autodescargable; no dejaba de maravillarme esa máquina pintada en amarillo huevo, con sus dos enormes neumáticos agrícolas que parecían haber sido forjadas en los talleres de un gigante. A mí se me antojaba como un juguete salido de proporciones y me sentía feliz de jalar ese ingenio; más todavía por el desafío, porque el tractor sin cabina que conducía, estaba un poco viejo, un poco chico.
Saludé al vecino y partí en segunda velocidad con mi mejor sonrisa. Lo dejé carretear un trecho, para encajarle la cuarta con algo de brusquedad prepotente. Hubo ruido a dientes de engranajes, patinó el embrague. Muy mal puesta. Es que esas antiguas cajas de cambios no son sincronizadas, de tardarme un poco, a tal escasa velocidad me habría detenido nuevamente.
Nos alejamos por el camino principal flanqueado de eucaliptos. Emitíamos un grueso humo que parecía poner el caño de escape a reventar; pero nos movíamos seguros por la calzada endurecida, bien cuidada. Gradualmente tomábamos impulso y el motor se soltaba en un sonido alegre.
Al salir, doblé a la derecha rumbo a mi destino por una huella donde el tractor se encarriló. El acoplado no; al poseer semejante rodado excedía la senda, pisando los costados blandos y obligaba al desgastado motor a un trabajo extra.
Por suerte, estos caminitos suben y bajan dándole gracia a la llanura. En un declive, permití que el conjunto tomara velocidad; cuando el tractorcito se descuidó, le chanté la quinta. No le gustó para nada, en seguida me lo hizo saber con sus rezongos roncos, que eran apenas, porque lo atoraban sus propias explosiones. No alcanzaba a expirar cuando el esfuerzo lo obligaba a otra bocanada de aire y ya la inyectora le imponía el trago de gasoil. Así reptábamos por los caminitos chatos de la pampa y cuando pasábamos algún badén, la tolva se movía hamacando las catorce toneladas de semilla y a la vez al tractor. Primero, lo cargaba por atrás; el tractor buscaba a levantarse de trompa. Luego, lo soliviaba, lo apretaba de adelante. Por momentos parecía detenernos; en otros, nos empujaba.
Y así íbamos los dos por los caminitos de la pampa.
En eso, veo un peludo** muerto en la orilla del camino. Pienso: “debe llevar varios días, por lo hinchado”. Saco un simple cálculo, la rueda del acoplado lo va a pisar. Evitarlo: imposible, me va a retrasar; no vale la pena. Paso junto al cadáver y miro hacia atrás; total… ¿qué pierdo?
La gran rueda es una cinta que muestra una sucesión sinfín de “Ves” borrosas, superpuestas. Avanza determinada y acaba por pisar al animal, lo cubre casi totalmente. En eso escucho una explosión, como si hubiese pisado un fútbol. ¡El peludo ha reventado! Veo una mancha corrida ¡es la cabeza! Adherida, todavía, le sigue una tripita flameante; debe ser la faringe (o la laringe, o el esófago). Recorre tres o cuatro metros y cae atajada en la maleza inmediata al alambrado. Me quedé asombrado; me reí para mis adentros.
¡Las cosas que hay que presenciar en estos caminitos pampeanos!

* Triticale: cereal forrajero, producto del cruzamiento entre el trigo (Triticum aestivum) y el centeno (Cereale cecale).
** Peludo: tipo de armadillo carroñero.

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1 comentario:

Niño indecente dijo...

No tengo nada que decir. Solo quería desvirgar esta sección de comentarios...