Viajaba en solitario de Necochea a Miramar por la playa.
A la izquierda, me acompañaban los acantilados de tierra apelmazada.
Al centro, la franja de arena de conchillas trituradas hacía rezongar mi XR. La 650 es guapa y bruta, pero ese terreno buscaba atorarla.
El mar, a mi derecha, roncaba a la par de la moto; las olas volcaban al remontar la playa, y rompían en mil espumas blancas al chocar con la bajante. La brisa arrebataba algunos retazos, los levantaba en vilo, los estrellaba, luego, los revolcaba en el suelo hasta hacerlos desaparecer.
El aire mezclado de yodos, de salitre y de humedad se me antojó la mejor combinación feliz.
La rueda cortaba la arena en huella profunda. Yo, cada tanto, miraba hacia atrás la víbora que se iba desenrollando; me agradaba ver cómo el agua marina inundaba los poros, la desmoronaba y cerraba en cicatriz.
Llevaba cerca de la hora en marcha firme, me puse a recordar el brillo extraño que había atrapado mi atención durante buena parte del trayecto. Había sido en los primeros tramos, bastante diferente a la zona que ahora transitaba.
La playa se aplanaba a lo ancho para enterrarse debajo de las dunas suaves que vibraban bajo el sol. El resplandor blanco llegaba desde allí lastimándome los ojos. La XR corría entonces despreocupada, por la arena firme. Al levantar la vista, vi el brillo penetrante que me hizo preguntar qué sería eso. Parecía ser la estrella caída de la noche, que cansada, se apoyaba en el paisaje.
Transcurrieron varios kilómetros sin cambios, eso sí, la estrella poco a poco lograba agrandarse. Todavía no podía responderme la pregunta, sólo esperaba llegar para sacarme la incógnita.
A medida que acortaba distancias, una masa color óxido comenzó a tomar cuerpo, la estrella nacía sobre él.
¿Era barcaza o tanque gigante? ¿Qué tempestad, qué furia lo habría arrastrado por tanto para encallarlo contra los primeros montículos de médano?
Sobre el aparato ascendía el mástil grueso, no muy alto, terminado en su extremo con algo que me pareció ser una exclusa de acero inoxidable. Ésa era la estrella, ese pequeño objeto había coincidido entre mí y el sol durante buena parte del viaje.
En esta y otras cavilaciones me ocupaba, miraba la rueda delantera y el terreno, me apilaba contra el tanque, afirmaba el puño y la muñeca sobre el acelerador, observaba el mar con el rabillo del ojo.
De pronto, sentí que el cielo se me caía, que cierta mano enorme me atrapaba.
La sensación no terminó ahí, venía acompañada de ruidos atronadores. Me arrancó de toda ensoñación acumulada; con total violencia me bajó a la realidad.
Creí que podría ser la venganza de los dioses, preocupados en hacerme pagar todos mis pecados; pero no, eran los muchachos de la bonaerense con su helicóptero de patrullaje en traicionero vuelo rasante. Un Robin para completar el dato. Se habrán reído, supongo.
Y bueno… nada más. Fin.
Dedicada a Flor
viernes, 16 de julio de 2010
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