martes, 12 de febrero de 2008

Teoría de la multilaminidad

Observaba el pequeño tablero abisagrado a la pared, mantenido en forma horizontal por una delgada cadena fijada en la pared. Hablemos sin oscuridades: mi exigua mesa plegable. ¿Qué la hace tan curiosa? Quizás mi soledad, mi lejanía, mi aislamiento; motivos suficientemente valederos, modificadores importantísimos de mi percepción. Dejemos de lado los factores sicológicos. ¿Qué tiene para llamar la atención, esa mesa?
Contesto: la madera que compone la plancha, donde se pega el contrachapado plástico. Está compuesta de finas láminas, unidas por algún tipo de cola o cemento, prensadas, superpuestas unas sobre otras para lograr obtener el espesor requerido. Si tuviese un cortaplumas podría insertar la hoja entre las chapas, jugar con eterna paciencia y separarlas una a una. Cierta lujuria emplearía, cierto gusto a la penetración, cierta impudicia. Me imagino, me parece, escuchar el ligero sonido del desgarre; el estallido de la fibra en diminutas implosiones, el olor a leño recién cortado.
Pero esta descripción no es el tema principal del texto, sino la incitación que ha provocado en mi razón esta madera compuesta, resultando de tal influjo la teoría que de acá en más denominaré: “De la multilaminidad”.
El próximo desarrollo relacionará el Ser o Existir; el pasado, el presente, el futuro; la nada, el acto creativo.
Para describirla me apoyaré en principios de geometría o matemáticas, usaré la definición del plano, el concepto de infinito o su término derivado: infinitesimal.

Bien, imaginemos una película donde se narra cualquier historia. Si nos situáramos en el medio del metraje, podríamos afirmar muy seguros que lo visto hasta ese momento es el pasado; lo faltante de la trama, lo no visto, el futuro. Al detener la proyección, quedamos situados en el perfecto presente.
Si pretendiéramos ver el presente a partir de la cinta en movimiento, veríamos el presente transformado inmediatamente en un pasado reciente. La existencia del personaje estaría impreso en cada cuadro de la película; como lo mencioné antes, cada uno en su perfecto presente, congelado. Si en vez de disponerse estos cuadros devanados en carrete los colocáramos uno encima de otro, como las hojas del libro, entonces me deja ubicado para enunciar mi teoría.
El plano se compone de dos dimensiones: ancho, alto. Carece de espesor; por lo tanto, podríamos acercar millones y millones; de todas maneras, seguirían sin sumar grosor. Podríamos, además, intercalar (no importa la cantidad) muchísimos planos más sin modificar el infinitesimal calibre.
En cada plano se imprime la imagen de cada momento; al conjunto de las innumerables “fojas” lo denominaré: “el paquete”, contempla toda la historia, la película de la vida; en definitiva: “la existencia”. Cada faz atrapa el “presente instantáneo” o “perfecto” que insisto: se diferencia del “presente pasadizado”, presente caducado inmediatamente a cada infinetésima fracción - interpretado por nuestros pobres sentidos- de “tiempo”.
Cada imagen coexiste con todas las demás, la ocurrencia es simultánea dentro del “paquete”.El paquete dura un instante tan corto al punto de no existir. Es el cabeceo de un sueño del acto creador. El paquete flota, (cual barquillo de papel en el océano) en la “Matriz”; éter infinito; carente de luz, de temperatura; sin tiempo.

El paquete es pensamiento; la matriz que lo incluye: los vacíos aledaños inconmensurables que lo rodean.

Dentro del paquete hay distintos y múltiples momentos detenidos, que son como cada cuadro de la película. Todos existen lo que dura el paquete, o sea: cercanísimo a la nada.
Pero… por cierto mecanismo que pienso describir, afirmo que hay una conciencia del tiempo dentro del paquete, solo una apariencia. Como aquella que nos brinda el mago prestidigitador al hacer su truco.
Los planos, con sus correspondientes momentos dibujados, presentan cierta permeabilidad en un solo sentido, de adelante hacia atrás. Lo digo en estas palabras para poder explicarlos, pues, el “paquete” no tiene ni atrás, ni adelante, ni abajo, ni arriba. A los planos del medio les llegan reminiscencias de aquellos ubicados más atrás (o por debajo); se conforma entonces una sensación de pasado. Es como la brisa que nos trae aromas de flores lejanas. El futuro puede, en algunos casos poseer permeabilidades inversas que, como un reflujo filtrado, nos devuelve recuerdos del futuro. Los llamaré: vaticinios, precognición, profetización, corazonadas, etc.

Intersecciones
Los “paquetes” (y su componente: los planos) poseen la propiedad de insertarse entre sí; son, a la vez, capaces de hacerlo en cualquier ángulo y en cualquier cantidad.
Cada lámina de un paquete podrá ser cruzada por la de otro. El contacto será el segmento de intersección determinada por las dimensiones “ancho-alto”, aportadas por cada plano de los paquetes. Quedará entonces constituido un retículo de segmentos. El tamaño del reticulado dará el grado de intensidad de todo tipo de vivencias de cada “ser”. Para comprender mejor, imaginemos dos juegos de naipes que posean la propiedad de intercalarse de cualquier forma posible.
En el caso de que la inserción sea perfectamente perpendicular, dará a cada “ser” (representado en cada paquete) la sensación de conocimiento y recuerdo hacia atrás y la sensación por todos conocida de: “a este ya lo conozco de alguna parte”. Esta ilusión será más fuerte o no según el grado de superposición. Si fuese total la coincidencia (o sea: en una dimensión), el recuerdo, la sensación, resultarán muy vívidas; tanto que rayará en la tangibilidad.
Mi aclaración anterior dice: “en una dimensión”, afirmación ésta surgida a raíz de que el “paquete” no es una caja. Recordemos que solo tiene dos dimensiones. Y por más que apilemos láminas, siempre tendrá el mismo grosor infinitesimal.
¿Quién origina el pensamiento? Lo llamaré Primer Pneumotor. Primer en el sentido de primero y único; pneuma del latín aire, soplo; motor por iniciador, generador.¿Podemos atribuir a alguien la generación del primer pneumotor? Demasiado fácil sería adosarle la figura de un venerable anciano de larga barba blanca con una vara en la diestra; debo confesar que no tengo la más remota idea (idea en pequeño) al respecto. Intuyo al primer pneumotor como principio y fin, sin que se requiera mediación ninguna para generar su origen. Simplemente “Es”. “Existe” en términos absolutos.
El primer pneumotor es la energía fluyente, de orden inteligente, y no me refiero a la inteligencia humana, tan deficiente y proclive a la equivocación; hablo de la inteligencia perfecta, que comprende cada rincón del tablero, cada molécula, átomo, cada cimbrón de la partícula subatómica de ese tablero; cada movimiento pasado, presente y/o futuro; si me permiten la comparación con el juego de ajedrez, porque como ya lo he explicado, nada terreno es comparable al Primer Pneumotor (ni a la matriz).
El primer pneumotor es inocente de cualquier acto, no premedita acción, no necesita de la finalidad; por su condición independiente, de autosuficiencia, de perdurabilidad (nunca fue creado ni será destruido) no requiere ni está sujeto a nada.
¿Qué material compone al primer pneumotor? Él se compone en su totalidad por la sustancia “idea”; adimensional, carente de peso, flujo de trenzados arcanos, movediza y esquiva, que, como una anguila en el agua, recorre la matriz con rumbos aparentemente azarosos, a tal velocidad incircunscripta, que la rapidez de la luz, es mera tortuga renga en retroceso. Pero velocidad es espacio recorrido en la unidad de tiempo y en este medio no existe el tiempo, ni la matriz posee puntos a recorrer; directamente no existen puntos (es la nada); ni “A”, ni “B”, por lo tanto el espacio entre ambos… menos a nada.
Cuéstele creerlo, querido lector: velocidad sin espacio, sin tiempo, significa la capacidad de estar simultáneamente en todos lados.
Ahora bien; la energética carrera del primer pneumotor en determinados “momentos”, se repliega, expande, arremolina mientras genera vórtices activos que terminan trasmutándose en el suceso pseudo energético llamado “paquete”. De esta manera, hemos asistido al nacimiento y fenecimiento del paquete, tan inmediato como efímero; producto de la única y fenomenal potencia creadora de la cual sólo es capaz el “Primer Pneumotor”.
Dije que la matriz es la nada, el “cero”. El primer pneumotor es el todo, el uno inconmensurable de un sistema binario colosal.
La matriz (la nada) podría fagocitarse la energía del primer pneumotor, diluirlo en lo infinito de su vastedad, como ocurriría al arrojar el contenido de un salero en medio de una gran laguna de agua dulce; pero no, por fortuna la energía del primer pneumotor se mantiene coherente, delimitada a la perfección, independiente total del influjo de la matriz.
¿Se puede entender al primer pneumotor sin la matriz, o viceversa? ¡Imposible! Inseparables como el culo y el calzón, el café y la taza, el cielo y las estrellas. No me pregunten por qué; ni por lo uno, ni por lo otro.
El primer pneumotor se relaciona, de manera análoga al principio de acción-reacción; es inseparable a la matriz en primer grado; al paquete en segundo término.¿Por qué en segundo término? O mejor…: ¿Qué papel juega el paquete, entre la nada y el todo? Así como el ojo se engaña cuando ve finas líneas negras alternadas en lo inmediato por finas líneas blancas y las cree grises, así ocurre con el paquete. A cada plano del paquete se le intercala un plano de la matriz. Y éste es otro aspecto crucial de la multilaminidad.

El paquete y los espacios ínterlaminares
Agrego un nuevo misterio maravilloso: entre cada lámina se intercala otra, constituida por la “nada” de la matriz. De ningún modo contradice lo expuesto; mejor todavía, refuerza la teoría enunciada.
La nada es ausente de colores, es la negrura perfecta, la negrura del vacío donde ni siquiera figura la luz. El primer pneumotor es puro brío “cegador”; si pudiéramos verla nos quemaría las pupilas al instante; es un resplandor tan intenso que no podríamos imaginar. En otras palabras: una luz tan abismal como la oscuridad de la nada.
¿Qué color se le puede asignar al paquete? El paquete inaugura y despide el tornasol en su cortísimo devenir; presenta en esa fracción cierta iridiscensia instantánea, producto de vibraciones de alta frecuencia, (baja longitud y baja amplitud) producida por el roce entre los planos del paquete y de la nada. Como el arco del violín contra su encordado emite sonidos, la actividad interplanaria refleja los colores del arco iris. A estos fulgores tornasolados, se lo confundió desde siempre y se lo llamó: “alma”.
El paquete multilaminar se constituye por “fetas” de reflejos de energía creadora y otras tantas, equivalentes del componente “nada”. Esta mezcla hace que el paquete sea imagen y semejanza del primer pneumotor; claro está, influida por la nada, queda solo a principios de camino; torna a la graduación, lejana; imposibilitada de llegar a ser la figura completa del “Primer Pneumotor”.
Parece una zoncera; tan sencillo, tan increíblemente real.

Sobre los planos del paquete y sus curvaturas
Para evitar la segura bostezalidá, decidí en el principio, no agregar complicaciones al caso; supongo, a estas alturas, que toda la teoría se ha comprendido, por esto, me animo a describir detalles más finos y profundos.
Sin perder la condición de bidimensional, los planos pueden presentar ligeras curvaturas e incluso “abollones”; en estos casos (los paquetes rara vez se presentan perfectos, siempre poseen una pequeña deformación), cada plano difiere en grado mínimo a su antecesor y a su consecutivo. Las diferencias surgidas, promueven efectos convexos y efectos cóncavos, según resulten las sumatorias de los ángulos en juego. Por ejemplo: dado dos planos curvados, pero ligeramente desiguales, aún que cóncavos ambos, uno será menos que el otro; o sea: un poquito más cercano al convexo. Ocurre entonces que aquellas “permeabilidades” de las que había hablado antes, se concentran o se disipan sobre la siguiente o anterior lámina. Las desigualdades presentes dará paquetes con diferentes tensiones internas. Dará distintos tipos de “seres”.
Pero bien, ya comienzo a sentir el cansancio y me aburre atender tanto tiempo sobre algo, que al final no me servirá de nada.Yo debería poner a trabajar mi genialidad en política. Postularme. Eso, me postulo para gobernador. O mejor, me aboco a conseguir el Ministerio de Acción Social. Dicen que por ahí corre mucha plata.
Con respecto a la Teoría de la Multilaminidad, estoy persuadido, es perfectible; además debe ser ampliada y enriquecida. Por otra parte, enfrenta graves probabilidades de fracaso desde su inicio… No promete ninguna vida perpetua después de la muerte terrenal.

Nota de pie:
Bradley creía que el momento presente es aquel en que el porvenir, que fluye hacia nosotros, se desintegra en el pasado, es decir que el ser es un dejar de ser.
Cita: Atlas de J.L. Borges (y María Kodama)
¡Qué ingenuo eres, Bradley!(Nota mía)

domingo, 10 de febrero de 2008




La intriga del Sr. Poldo Soto-Borbón

Estimado Orlando: permítame una inquietud.
¿Cómo explicaría la aceleración del tiempo a medida que uno envejece?
Atte. suyo: Poldo Soto-Borbón

Sr. Poldo: Según puedo inferir, se refiere Ud., a que los tiempos de la infancia resultan más extensos; en cambio, en pase por la madurez, llegando a la senectud, lo vivido se comprime y los años se transforman en meses, los meses en días… la vida en un soplo…
Efectivamente, a este fenómeno lo denomino: “Achatamiento planar”. Ocurre por la percepción modificada, -debido al influjo resultante de la sumatoria de los planos- del devenir (solo en sentido aparente) de la existencia dentro del “paquete”. ¿Recuerda cuando hablaba de la permeabilidad y las reminiscencias? Resulta que cada plano aporta su carga reminiscente para sumar su efecto una y otra vez. Deberá considerar que el primer agregado influirá en un cincuenta por ciento en ese conjunto de dos elementos, el tercero 25/oo, el cuarto 12,5/oo, el quinto 6,25/oo, el tercero 3,125/oo, el cuarto 1,5625/oo... (hasta lo asintótico). Se configura entonces, a partir de la acumulación, esa sensación que Ud. describe.
Muy difícil de explicar en palabras; tal vez, simplificado en el siguiente ejemplo, se torne más claro:
Tome Ud. un potente largavistas, colóquese en un extremo de la Avenida San Martín. ¿Está situado? Enfoque la acacia bola más inmediata. Constatará que a pesar de los aumentos, el árbol se nota más o menos en su tamaño corriente. Compare transeúntes, automóviles, vidrieras, etc. ubicados en la zona cercana. Es casi como verlos a ojos desnudos. Guardan sus distancias habituales ¿no?
Bien, observe ahora el fondo de la avenida, los autos lejanos tienen casi el mismo tamaño que los situados cerca, vea lo amontonados que se presentan. Parecen figuritas colocadas unas detrás de la otras. Las distancias se han acortado. El adminículo óptico no aumentó la escena proporcionalmente; dejó normal los primeros planos y aumentó en forma gradual, -según su alejamiento-los posteriores.
Diremos entonces: Los planos se representan* comprimidos; al igual como percibe el hombre mayor, el tiempo pasado.
Espero haber contestado su pregunta.

* Representar: (del lat. repraesentare) Hacer presente algo con palabras o figuras que la imaginación retiene.

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Un accidente terrible

Ocurrió hace tiempo. Cuando era joven. Una mañana de verano, apenas pasadas las primeras luces.
Yo me dirigía a la planta de silos; estábamos en plena cosecha de trigo y la cola de camiones llegados por la noche, nos obligaba a redoblar esfuerzos.
Al acercarme al paso nivel encuentro el tren detenido, con su motor de pulmones a diesel pesado, rezongando en régimen de ralentí. Metido hacia adentro, al costado; un montón de astillas e hierros retorcidos. Minutos antes, habían sido un acoplado. Más allá, cruzado, detenido sobre la mano contraria, el camión que lo tiraba. Un “Bedford” verde, con caja de madera reseca, blanqueada a fuerza de insolación. Como hecha de tranqueras viejas.
Máquinas caducas ya para esos tiempos, que sólo se encontraban en las chacras o en algún barrio periférico. Como todos los “Bedford”, de guardabarros negros; su pintura principal, de menos durabilidad, estaba opacada, erosionada hasta mostrar el antióxido rojo o la mismísima chapa.
El acoplado, con su lanza casera, de ojo fijo, al volcar, había girado y arrancado el enganche con su respectivo paquete de elásticos, del chasis del camión.
Tres o cuatro chanchos, se desparramaban muertos, ocupando buena parte de la calzada y de la banquina; los demás, repuestos del susto, pastoreaban o husmeaban distraídamente entre la maleza.

El hombre daba pasos más anchos que largos, giraba en radios vacilantes. Para mí, era un descendiente de aquellos colonos provenientes del Volga.
La señora: una mujer de campo; monolítica; de mejillas surcadas por red infinita de diminutas venas carmesí.
De fuertes brazos; que, si llegabas a eso de las once de la mañana al campo, preguntaba: ¿No gusta quedarse a comer? Ahí nomás, tomaba del cogote a una gallina (o un ganso), le daba varias vueltas como si fuera una manivela, la desplumaba, la evisceraba, te la preparaba en el horno de la cocina a leña y vos te la comías (te rechupabas los dedos) con papas, fritas en grasa de cerdo.
De esos brazos que en reposo, formaban un pocito donde dobla el codo.

La señora, desolada, manos en la cabeza, caminaba entre los animales occisos mientras exclamaba: “¡Menos mal que se denganchó! ¡Menos mal que se denganchó; sinó, nos mata a todos!”

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Derecho de pernada

Cada vez que terminaba mi jornada de campo, llegaba a la casa, abría la heladera a gas, bebía una cerveza fría. El establecimiento ganadero se extendía varios kilómetros al norte, al este, al oeste. El tamaño se relacionaba a su productividad. Dimensiones enormes, en un clima semiárido, de montes espinudos, xerófilos; para tener unas pocas vacas. Hastiado de la sociedad banal, acelerada, materialista, me había fugado al hirsuto (pero amable) paisaje; ambiente propicio para la introspección.
Los calores de los días de verano golpeaban sin dar treguas; solo el levantarse al alba, dejar las tareas a media mañana y guarecerse en una siesta, mitigaban en parte, las molestias estivales.
Al llegar la noche, la ausencia directa del sol aliviaba mi vida. La brisa cálida corría por el suelo aún caliente, provocando mi individual alegría. Mientras la comida tomaba temperatura a fuego lento, me obsequiaba una ducha de regadera en la galería de mi casa. Sereno, me secaba, ponía las medias; me calzaba. Desnudo salía a caminar bajo la luz del cielo nocturno.
Si la luna estaba llena, se iluminaba todo, podía ver a lo lejos. Incluso proyectaba mi sombra en el piso.
Romántico. Ese brillo cubría los objetos creando un mundo nuevo, de blancos y de grises plateados.
Ella, como un cachorrillo huérfano, también desnuda, me seguía.
Yo, ponía mi mejor aire de distraído, caminaba mirando adelante. Solo cada tanto, giraba mi cabeza, la miraba a los ojos. Siempre los encontraba fijos en mí. Grandes ojos dulces, inocentes, vulnerables. Ella era muy joven; en el primer ciclo ovulatorio, el instinto recargado de hormonas, fértil, dictaminó imperioso la urgencia de engendrar. Eso fue en otro campo; al mío, ya llegaron madre e hija.
Desde el primer momento me despertaron una enorme voluptuosidad . Dirán que soy un depravado; gracias a dios, pronto pude alejar de mis pensamientos la imagen de la chiquita, que prometía ser tan linda como la madre. No soy paidofílico.
Una de esas caminatas nocturnas, me llevó hasta los corrales, donde me detuve bajo “la sombra” de unos álamos plantados al borde de la aguada. Escuché el sonido de las hojas al moverse por la brisa; olisqueé las fragancias de las plantas resinosas, un poco más turgentes luego de la tremenda tarde. Me quedé inmóvil, los segundos parecieron detenerse. Un búho en vuelo silencioso, pasó en graciosa curva sobre mi cabeza. Sólo los breves chistidos delataron su presencia.
Ella se acercó retrasada, se colocó a mi costado, echó su peso contra el mío.
Al instante, comprendí, inevitable, ocurriría lo que tenía que ocurrir. El solo roce del cuerpo colocó mi masculinidad al máximo. Ella permaneció pasiva, sumisa; aumentó mi deseo hasta el paroxismo. Mi corazón estaba a punto de salirse del cuerpo. La tomé. A mis primeras maniobras (un poco bruscas, turbadas de ansiedad), contrapuso su mansedumbre quieta. No pude evitar cierta piedad.
Me sobrepuse; dejé toda caridad de lado, la tomé por detrás (recuerden, estaba desnuda), la empujé contra el esquinero del alambrado; la presión le hizo torcer la cabeza contra el poste; busqué sus huecos con mis dedos, la ingresé por la vía condenada. Sentí como se retorcía, trataba de zafarse; a la vez, me ofrecía su carne, su mucosa roja como la sangre, aún áspera, seca. Yo fui animal, un bruto; no me importó que la pequeña me estuviera mirando. Desde el principio sabía de la presencia de esos ojos tan nuevos que, indefectibles, acompañaban a la madre. Y esa mirada central, definitiva, subsume tal vez, lo que podría explicar todo mi arrebato.
Frente a la inocente testigo, envalentonado, metí todo mi ser, sin cuidados, sin conmiseración; ella también me hizo sufrir; pero… en ese instante, el dolor se trocó a goces sin frenos.
Al otro día, ya tranquilo, soporté imperturbable los tormentos (la resaca), resultados de la noche anterior. La próxima, le saco las rosetas, los abrojos; la baño con un buen jabón para lana fina.

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El empleado nuevo

Al poco tiempo de recibirme, nos pidió trabajo un ingeniero flamante, un ex compañero. Con él habíamos estudiado en el mismo equipo, por eso le tenía estima. No voy a dar nombres, pero diremos que su apodo es “Pirucho”.
Bueno, lo empleamos, con la condición que debía hacer un poco de todo.
En efecto, la mayor parte de sus tareas transcurría en oficina, un poco en el galpón, menos en el campo.
En cierta oportunidad, va a supervisar al hombre que ventilaba semilla; en determinado momento, sube para constatar el llenado, -por adelante- al carro donde caía el granel. Al bajar por la lanza de enganche, resbala. Con la rebaba del crucero, se golpea la canilla para lastimarse un poco. Casi se desmaya. De inmediato solicitó retirarse. Al otro día falta; a eso de terminar la mañana, aparece la madre con un certificado médico que avalaba el reposo por una semana. Ese mismo día lo fui a visitar, quería darle mi apoyo y a la vez porque sentía curiosidad. Al llegar, me hicieron pasar. Pirucho estaba acostado en el medio de la cama grande, tapado prolijamente hasta el pecho; la novia sentada, a su lado; la madre rodeó la cama para sentarse en el lado libre. Yo, no lo podía creer, tan grandullón, tan mimado.
Recuerdo un episodio posterior, cuando fuimos a realizar trabajos de manga a un campo de monte. Ahí las vacas eran bastante chúcaras y algunas, más locas que una suegra. Mal que mal, iban pasando; nosotros adelantábamos trabajo a pesar de los animales, que estaban enojados, muy ariscos. En una de las mangadas, queda sola, la madre de todas las vacas locas. La puedo ver como si fuera hoy. Una vaca blanca, manchadita de gris; de guampas liradas, puntiagudas, como de un metro de anchura. Empezó a los corcovos, se abalanzó sobre el lateral de la manga y quedó en báscula, apoyada sobre el pecho, con las patas delanteras estiradas. Resoplando dio otro envión y estuvo fuera. Resoplando agachó la cabeza; con mirada asesina enfocó a Pirucho. A él, el instinto no le falló, le ordenó: “¡Rajá!”
Ni lerdo ni perezoso, dio media vuelta y partió a la carrera rumbo al esquinero del alambrado. En realidad, a solo setenta u ochenta centímetros había un portillo abierto, pero él no lo vio. La vaca ya había arrancado y acortaba distancias; al llegar a los pies de Pirucho pega el cabezazo, éste ya está en el aire. La vaca lo engancha con la punta del cuerno en el taco del borceguí y lo impulsa, lo hace pasar limpito por encima de la cerca. Pirucho cae en “cuatro patas”, patina, escarba con todas sus extremidades, sale disparado hasta el siguiente alambrado, para saltarlo con la agilidad que solo puede otorgar el miedo.
Yo, ya estaba a resguardo dentro de la manga; ahí, seguro, -el bóvido- no volvería a entrar jamás. Mi finado abuelo, un español cortito, rechoncho, se doblaba de risa y se tomaba la panza con las manos. La vaca, al perder su objetivo primario quedó desconcertada por escasos segundos, para enseguida, ensañarse con mi mochila colgada en uno de los palos del esquinero.
-¡Nerio, Nerio, métase acá!- le decía yo, y él no me hacía caso. Cuando se acercó, lo tomé al viejo por el cinto y lo ayudé a entrar en la manga. La vaca, seguía encarnizada con la mochila; mientras tanto, me rompía el frasco de vidrio donde guardaba la mezcla con café, leche en polvo y azúcar. Descargada su bronca, al ver el camino despejado, se retiró de escena, -para no molestar más- con un trotecito eléctrico y trabado que le hacía temblar la cruz.
Pirucho quedó durante un buen rato, pálido como el papel.
Al poco tiempo presentó la renuncia.

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Un peludo a la vera del camino

Había cargado triticale* en el campo de un vecino. Simiente para los verdeos de invierno, tan necesarios en la alimentación de los novillos. Cuidé bien de colmar el acoplado para evitarme repetir el viaje.
Estrenaba la tolva autodescargable; no dejaba de maravillarme esa máquina pintada en amarillo huevo, con sus dos enormes neumáticos agrícolas que parecían haber sido forjadas en los talleres de un gigante. A mí se me antojaba como un juguete salido de proporciones y me sentía feliz de jalar ese ingenio; más todavía por el desafío, porque el tractor sin cabina que conducía, estaba un poco viejo, un poco chico.
Saludé al vecino y partí en segunda velocidad con mi mejor sonrisa. Lo dejé carretear un trecho, para encajarle la cuarta con algo de brusquedad prepotente. Hubo ruido a dientes de engranajes, patinó el embrague. Muy mal puesta. Es que esas antiguas cajas de cambios no son sincronizadas, de tardarme un poco, a tal escasa velocidad me habría detenido nuevamente.
Nos alejamos por el camino principal flanqueado de eucaliptos. Emitíamos un grueso humo que parecía poner el caño de escape a reventar; pero nos movíamos seguros por la calzada endurecida, bien cuidada. Gradualmente tomábamos impulso y el motor se soltaba en un sonido alegre.
Al salir, doblé a la derecha rumbo a mi destino por una huella donde el tractor se encarriló. El acoplado no; al poseer semejante rodado excedía la senda, pisando los costados blandos y obligaba al desgastado motor a un trabajo extra.
Por suerte, estos caminitos suben y bajan dándole gracia a la llanura. En un declive, permití que el conjunto tomara velocidad; cuando el tractorcito se descuidó, le chanté la quinta. No le gustó para nada, en seguida me lo hizo saber con sus rezongos roncos, que eran apenas, porque lo atoraban sus propias explosiones. No alcanzaba a expirar cuando el esfuerzo lo obligaba a otra bocanada de aire y ya la inyectora le imponía el trago de gasoil. Así reptábamos por los caminitos chatos de la pampa y cuando pasábamos algún badén, la tolva se movía hamacando las catorce toneladas de semilla y a la vez al tractor. Primero, lo cargaba por atrás; el tractor buscaba a levantarse de trompa. Luego, lo soliviaba, lo apretaba de adelante. Por momentos parecía detenernos; en otros, nos empujaba.
Y así íbamos los dos por los caminitos de la pampa.
En eso, veo un peludo** muerto en la orilla del camino. Pienso: “debe llevar varios días, por lo hinchado”. Saco un simple cálculo, la rueda del acoplado lo va a pisar. Evitarlo: imposible, me va a retrasar; no vale la pena. Paso junto al cadáver y miro hacia atrás; total… ¿qué pierdo?
La gran rueda es una cinta que muestra una sucesión sinfín de “Ves” borrosas, superpuestas. Avanza determinada y acaba por pisar al animal, lo cubre casi totalmente. En eso escucho una explosión, como si hubiese pisado un fútbol. ¡El peludo ha reventado! Veo una mancha corrida ¡es la cabeza! Adherida, todavía, le sigue una tripita flameante; debe ser la faringe (o la laringe, o el esófago). Recorre tres o cuatro metros y cae atajada en la maleza inmediata al alambrado. Me quedé asombrado; me reí para mis adentros.
¡Las cosas que hay que presenciar en estos caminitos pampeanos!

* Triticale: cereal forrajero, producto del cruzamiento entre el trigo (Triticum aestivum) y el centeno (Cereale cecale).
** Peludo: tipo de armadillo carroñero.

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