viernes, 16 de julio de 2010

Los dioses me quieren matar... del susto

Viajaba en solitario de Necochea a Miramar por la playa.
A la izquierda, me acompañaban los acantilados de tierra apelmazada.
Al centro, la franja de arena de conchillas trituradas hacía rezongar mi XR. La 650 es guapa y bruta, pero ese terreno buscaba atorarla.
El mar, a mi derecha, roncaba a la par de la moto; las olas volcaban al remontar la playa, y rompían en mil espumas blancas al chocar con la bajante. La brisa arrebataba algunos retazos, los levantaba en vilo, los estrellaba, luego, los revolcaba en el suelo hasta hacerlos desaparecer.
El aire mezclado de yodos, de salitre y de humedad se me antojó la mejor combinación feliz.
La rueda cortaba la arena en huella profunda. Yo, cada tanto, miraba hacia atrás la víbora que se iba desenrollando; me agradaba ver cómo el agua marina inundaba los poros, la desmoronaba y cerraba en cicatriz.
Llevaba cerca de la hora en marcha firme, me puse a recordar el brillo extraño que había atrapado mi atención durante buena parte del trayecto. Había sido en los primeros tramos, bastante diferente a la zona que ahora transitaba.
La playa se aplanaba a lo ancho para enterrarse debajo de las dunas suaves que vibraban bajo el sol. El resplandor blanco llegaba desde allí lastimándome los ojos. La XR corría entonces despreocupada, por la arena firme. Al levantar la vista, vi el brillo penetrante que me hizo preguntar qué sería eso. Parecía ser la estrella caída de la noche, que cansada, se apoyaba en el paisaje.
Transcurrieron varios kilómetros sin cambios, eso sí, la estrella poco a poco lograba agrandarse. Todavía no podía responderme la pregunta, sólo esperaba llegar para sacarme la incógnita.
A medida que acortaba distancias, una masa color óxido comenzó a tomar cuerpo, la estrella nacía sobre él.
¿Era barcaza o tanque gigante? ¿Qué tempestad, qué furia lo habría arrastrado por tanto para encallarlo contra los primeros montículos de médano?
Sobre el aparato ascendía el mástil grueso, no muy alto, terminado en su extremo con algo que me pareció ser una exclusa de acero inoxidable. Ésa era la estrella, ese pequeño objeto había coincidido entre mí y el sol durante buena parte del viaje.
En esta y otras cavilaciones me ocupaba, miraba la rueda delantera y el terreno, me apilaba contra el tanque, afirmaba el puño y la muñeca sobre el acelerador, observaba el mar con el rabillo del ojo.
De pronto, sentí que el cielo se me caía, que cierta mano enorme me atrapaba.
La sensación no terminó ahí, venía acompañada de ruidos atronadores. Me arrancó de toda ensoñación acumulada; con total violencia me bajó a la realidad.
Creí que podría ser la venganza de los dioses, preocupados en hacerme pagar todos mis pecados; pero no, eran los muchachos de la bonaerense con su helicóptero de patrullaje en traicionero vuelo rasante. Un Robin para completar el dato. Se habrán reído, supongo.
Y bueno… nada más. Fin.

Dedicada a Flor

domingo, 11 de abril de 2010

lunes, 11 de enero de 2010

Oración especial al Beato Gustavito


¡Oh tierno Beato Gustavito! La enfermedad temprana trocó, tu vida en dolor hasta matarte; por eso te llamamos el “Crucificado sin cruz”.
Pequeño lirio de pureza de las extensas pampas, bendícenos con el dulce baño de amor que es tu mirada, refréscanos en tu extraordinaria simpleza, rescátanos del vil egoísmo que nos retiene secuestrados, limpia nuestras espurias almas maltrechas, sé guía hacia tu diáfano cielo de alegría, ¡sálvanos de nosotros mismos!
Y sálvanos de las fuerzas ocultas, de ellos, los malos; los que nos hunden en el fango de la confusión. Pon luz en nuestro entendimiento para poder discernir la mentira de la verdad. Enciende en nuestros corazones la llama ardiente de la solidaridad.
Haz que sepamos valorar la Victoria de la Cruz de Jesucristo, redentor de todos nosotros, rebaño descarriado y rebelde.
Beato maravilla: impone austeridad, glorifícanos y concédeme por tu intercesión la gracia que te pido. Amén.

San Gustavito (Beato) nos ayudará a sobrellevar de la mejor manera posible nuestras penas y miserias, mitigará la angustia y los nervios de los que están por rendir, hará más fáciles las estadías en cárceles y hospitales, retardará eyaculaciones precoces, destrabará inconvenientes cotidianos y hay quienes aseveran que influirá positivamente en quinielas y juegos de azar. En años de sequía, se ha comprobado su capacidad para producir lluvias en zonas semi-áridas.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Boceto en lámina: enmarcar a gusto

-La perra tuvo cachorros: ¿No te anotás con uno?
-Ya tengo dos.
-Mhhhh…
-Están enfermos; de moquillo.
-¿Parvovirus?
-Séhhh… Los tengo en la cocina. Se van a morir.
-Sí, de esa no se salvan. Si por casualidad zafan, quedan hechos *todo así. Para el diablo.
-Les colgué un marlo en el pescuezo a cada uno por si funciona. Pero no se van a salvar.
-Es un virus que les ataca la médula espinal o el cerebro, no sé bien. Existe una inyección preventiva, hay que ponérsela cuando son chiquitos. Es eficaz, funciona.
-Séhhh… Lo llamé al veterinario. Está muy ocupado. Me dice que va a venir pero no viene nada.
El problema viene de antes. Una vez llevé un perrito y se me murió. Se ve que contagió el lugar, porque todos los cachorros que he llevado se me han muerto.
-…
-… bueno, si se me llegan a morir le encargo un casalito.

*Todo así. Para el diablo: severas secuelas permanentes.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Teru teru

Durante toda la tarde había pasado arando las picadas contrafuegos. Ocurrió un noviembre rabioso en calores, en aires resecos. A través de los auriculares protectores escuchaba el ruido atenuado del motor que sonaba desprolijo, canallesco, en medio del silencio reparador del monte. Unos chac, chac impares, tan desmadrados como inadecuados atentaban contra cualquier buena sinfonía mecánica que se preciara de tal. Sin embargo, el tractor viejo, cinchaba con obstinación de buey; para mi curiosidad, a pesar de los tiempos disonantes tiraba de la rastra pesada con singular prestancia. Yo había terminado los laterales y el fondo; me dedicaba a cerrar la última cara del potrero. En la primer pasada sobre el lado del campo había observado un tero rondar la picada; lo volví a ver al regreso, instalado como una solitaria nota en el pentagrama del alambrado*. Me preocupé al imaginar que podría tener nido sobre el lugar a roturar.
Es bien sabida la capacidad del bicho de disimular su hogar. Un pequeño hueco que parece apenas un soplo de viento en el suelo, dos agujas de brachicheta y uno o dos huevos cenizas a pintitas negras: es todo. Aunque parezca extraño, podemos pasar al lado sin percibirlo; incluso, a sabiendas de la ubicación exacta, deberemos modular la vista hasta lograr descubrirlo. Y para colmo él, posee ese afán de actor, esa vocación de amague que lo hace gritar, mientras se mueve gestual en el lugar exacto, donde no lo tiene. Una estrategia ancestral, instintiva, premiada por los dioses con la prolongación de su especie. Aunque claro, la naturaleza nunca previno la invención en estos “tiempos modernos”, del tractor y del arado.

Ir y venir consumía medio giro de minutero; a cada revolución, el sol graduaba hacia la rasante su batería de rayos; hacía cada vez, mejor habitable la tarde. Era un alivio constante; igualmente se aliviaba el viejo tractor, que a la vez me achicaba la venganza, al disminuir la intensidad envolvente, de la fiebre cocida en su infernal caldera de pistones y engranajes.

Enfilé hacia el poniente a toda marcha; la máquina favorecida con el aire más fresco, enriquecido ahora en oxígeno denso, aumentaba rendimiento. A medio camino, uno de los toros planteleros jugaba echándose con sus manos sobre el lomo, la tierra removida de la picada. Revolcaba allí su cabezota al ritmo de los bufidos. Las nubes de limo renegaban asentarse, entretenidas al modelar divagantes figuras de enturbiada refulgencia, resaltadas al contraluz.
¡Ese toro de cabaña! ¡Tan boludamente manso! En vez de ladearse, comenzó a correr, a resoplar, a simular topazos delante del tractor. Yo lo observaba con la mano puesta en la palanca del acelerador preparado a detenerme; tenía miedo de atropellarlo. ¡Qué fastidio! Todo el cansancio acumulado rogaba que se fuera, me dejara terminar de una vez por todas. A escasos metros, el tero nos esperaba a grito pelado; tanto al toro como a mí. Por llegar el semental primero, fue blanco de la concentración; con las alas extendidas, aconcavadas, armadas con sus espuelas de rubí, daba al frente saltos cortos, casi ingrávidos, amenazantes. Tenía los ojos como fuego, chillaba enloquecido. En ese momento, por casualidad, logré divisar el nido; rebosaban dos huevos que se me ocurrieron enormes respecto al tamaño del pájaro. Detuve la marcha; el toro enfiló para el monte, sin antes practicar unos amagues de toreo destinados al teru teru, que voló espantado.
Señalé el lugar sobre el alambrado con el trapo que suelo usar para limpiar los acoples hidráulicos; para mayor seguridad construí una pequeña pirámide hecha de palitos y bostas secas.
Continué la labor hasta la cabecera para regresar “sobre el macho” y cerrar la melga. Desde suficiente distancia alcancé a divisar las señales; al llegar realicé el esquive para dejar justo, una isla sin arar. Al pasar, el tero, hizo un ademán de ataque. Enfrentó gallardo, en corto avance, con la vista fija, a los “Ingersoll” de mi rastra. Discos de acero templados que pueden cortar troncos gruesos como el brazo o descalzar en el “cerro” -mientras reverberan con voz de campana- toscas de buen tamaño.
Admirado ante el coraje, giré para grabar la estampa en mi retina; aunque el sol todavía encandilaba, pude verlo ya tranquilo; como si supiera que esa, era mi última pasada.

*Resulta extraño encontrar al tero posado sobre un poste de alambrado, sin embargo estoy seguro de haberlo visto; no recuerdo bien a causa de mi atención sobre el trabajo. Deduzco que ha estado asentado sobre el palo debido a su posible incapacidad prensil para tomarse del alambre propiamente dicho.
Es extraño, porque mientras no vuela, su condición normal es el de ser, un caminante rastrero. Podría afirmar también que al espantarse terminó encima de las ramas de un caldén seco, aledaño a la picada. Pero no estoy seguro.
Tal vez la frase: “una solitaria nota en el pentagrama del alambrado” no se ajuste a la realidad; como hallazgos de esta calidad son infrecuentes en mi escritura, he decidido dejarlo tal como está haciendo la salvedad del caso.

**Aldo leyó el cuento (o aguafuerte), y le gustó; por lo menos fue lo que él me dijo. Pero, al lado de "pentagrama del alambrado" apuntó: "muy visto", con su característica letra manuscrita que parece dibujada a la carrera. Luego me explicó que no sé quién, no sé cuándo, lo había trillado en exceso. ¡Y yo que creí haber descubierto la pólvora!
Bueno, entonces diré: "lo volví a ver al regreso, paseando solemne de solitario frac". Podría también agregar: "intranquilo, como el padre a la espera del alumbramiento de su primogénito".

sábado, 20 de septiembre de 2008

El orfebre (título provisorio)(cuento en construcción)

Con la pinza de filatelia tomó una palabra, delicadamente la insertó en la oración. Poco a poco, el poema (o el cuento), tomaba forma.
Él guardaba innumerable cantidad de palabras. En latas vacías de duraznos en almíbar - los artículos en latas de paté -, en gavetas, en pequeñas cajas de cartón. Contra una de las paredes, se apoyaba un mueble –otrora guardaba bulones cuando había pertenecido a una ferretería*-, con gran cantidad de cajones. Diez de altura, por treinta; me parece haber contado. En éstos, rotulados con tiza, dormían más o menos entrecruzadas, centenares de palabras extrañas escritas en cursiva inglesa. Tan poco usuales eran algunas, sus cajones tan poco frecuentados, que un sello de telarañas cubría la entrada. De esas arañas patonas de techo, de las buenas; de las que no “pican”.
El estudio amontonaba bastante polvillo; de los muros colgaban objetos estrambóticos salidos de libros no menos estrambóticos; recuerdos atesorados por el artesano con expreso cariño. Luego, el piso cubierto con montículos de frases, palabras, narraciones inconclusas… ¡si al caminar se tenía la impresión inminente de patear o pisar un poema!
Lo único moderno eran una cajas plásticas, apilables. A mí me parecieron apropiadas para guardar frutas y verduras; él las ordenaba por alfabeto, repletas de sinónimos.
-"Borges opinaba en contra de los sinónimos; para los chambones como yo, está bueno tenerlos a la mano. Siempre existe uno más sonoro, más limpio, mejor ajustado que otro"- afirmaba, sin levantar la vista de su obra.
Para hablar mal y pronto, el lugar se presentaba caótico. En cierta ocasión, me confesó su necesidad por el desorden; aparente si se quiere, pues él memorizaba la ubicación de cada pieza.
-Convivir a diario con este revoltijo, lleva en cualquier momento, a que la mente ensamble la obra- completó el concepto.
-El chispazo de la creación, la emoción poética- comenté atrevido.
-Después el oficio, el trabajo, la técnica- agregó.
Llevaba ya unas cuantas semanas de armado; paciente agregaba palabras, luego retiraba alguna, sustituía unas pocas; volvía a mirar desde todo ángulo, juzgando la parte y el todo.
-A veces hay que “podar”- decía. Y callaba, porque no era amigo de hablar mucho.
El texto tomaba forma, se erguía como un pequeño edificio, un edificio “bonsái”. En realidad estaba tejiendo una escultura. Un objeto tridimensional.
Él empleaba como dije, palabras de letras cursivas, fundidas en una aleación gris clara, blanda que, pienso, debería contener una buena parte de plomo y otra de estaño. Los bloquecitos, del otro lado de la faz, poseían pequeños dientes y pequeños agujeros en ambos extremos, para encastrar con otras palabras. Esta particularidad variaba en cada una de ellas; se constituía entonces, llave y cerradura a la vez. No cualquiera daba la combinación.
En una oportunidad levantó un gerundio; lo tenía tomado entre el pulgar y el índice; cerraba un ojo, con el otro miraba la pequeña figura. A mí, me ubicaba en un plano alejado, me desenfocaba; de eso estoy seguro.
-¿Ves? Pocos machos y muchas hembras, este acopla en cualquiera, pero… da uniones débiles. Hay que cuidar donde se los pone. A pesar de su universalidad fácil, no van en cualquier lugar.

Sabía que lo podía encontrar en su lugar de artesano. Siempre rodeado por los objetos que le daban sentido a su existir. Estuve tentado de poner “sus objetos”, al recordar sus dichos, me abstuve.
-“No importa cuántas cosas podamos abarcar, seremos durante esta vida, sólo animales desnudos sin posesiones. Nacemos desprovistos. A la muerte, se nos prohíbe acarrear cualquier material hacia el inframundo. Sin embargo, gustamos del engaño, pues le da sensación de permanencia, a nuestra existencia efímera”.
-“Reconforta acumular; hasta por ahí nomás. Los objetos atan, quitan más de lo que brindan. El significado que seamos capaces de agregarles, sólo eso, será relevante para su valor”- me decía.

-Con los adverbios terminados en “mente” ocurre algo parecido, para colmo de males son “extremadamente” largos. Por este motivo, insertados en la frase, quedan curvados como el arco, en flexión; parecen a punto de saltar en cualquier momento.

Él, era un solitario. No sé si tenía familia, por lo menos nunca la nombraba. Frente a su obra –gracias a él existía- era singular habitante del planeta; gracias a ella existía. En la que trabajaba, se encontraba todavía incompleta referente a lo material; casi terminada en la mente. Faltaban detalles y tiempo real para completarla. El pensamiento corría más deprisa que las manos. Al terminar las etapas, daba unos pasos hacia atrás para analizarla en perspectiva. Corregía. Ajustaba. Completaba.

Anudó un alambre apenas más grueso que el cabello humano. Debe haber sido de plata, por maleabilidad y brillo. Lo cruzó por todo el texto, lo tensó, lo amarró con firmeza a una palabra; desde allí, con menos tensión se dirigió a otra palabra cercana, anudó y alicate en mano, cortó. Al asomarme pude ver varios de estos hilos –de distintos calibres- cruzando el contenido.

Un día estaba enojadísimo. Yo me alejé para no molestarlo. El taller le resultaba chico; estaba inquieto, un poco torpe. Se le caían cosas de las manos, enganchaba con la punta de los pies y pateaba sin querer, los montículos de palabras. En uno de esos giros bruscos, empujó hasta el derrumbe, una pila mal acomodada de cajitas.
-¡Y la p…! ¡Las preposiciones! ¡Me tienen re podrido!- exclamó en lenguaje para nada literario.
Luego, menos alunado, me explicó. Me dijo que él tenía la tendencia a usar demasiados “con”; como las preposiciones vienen en juego, se veía obligado a acumular múltiples conjuntos incompletos.

En una de las paredes tenía clavado un cartel; esos, de chapa enlozada. Me acerqué para leerlo; esperaba algo así como: “Hogar dulce hogar” pero encontré lo siguiente:

“Para contar un cuento no se necesitan nada más que palabras. Y las palabras, cuando uno las llama, por lo común vienen corriendo. Aunque a veces se hagan las remilgadas —y eso pasa con las más jóvenes, las recién venidas, las que apenas uno conoce—, siempre terminan por venir. Están jugando como mariposas allá adentro. Uno tiene que hacerlas bailar, atarlas con un hilo de seda, soplarlas de un rincón a otro, pesarlas sobre la balanza del oído, acariciarles sus lomos como si fueran animales domésticos. Decirse: ‘Esta es más dulce que aquélla; aquélla es perezosa y ésta es triste’. Las palabras son como las personas: tienen cada cual su carácter. A veces prestan ayuda; a veces se vuelven egoístas. Esta noche me cuesta trabajo hacerlas venir. Pero, tarde o temprano, aunque sea a los tirones, tendrán que ir apareciendo".
JUAN JOSÉ SENA

Mentira lo de “Hogar dulce hogar”, yo sabía que el taller era el sitio más improbable de encontrar aquella leyenda.
Continué visitándolo con frecuencia sin lograr hacerme amigo. Él solía tener días malos y apenas me hablaba. En una oportunidad lo encontré más amargado que de costumbre. Nunca lo había visto tan enojado. A escasos minutos de mi entrada perdió la paciencia por algo que dije, que ya ni recuerdo. Tuvimos una breve discusión, porque a las pocas palabras me echaba fuera, mientras blandía el bastón como macana. Yo retrocedí con un ojo puesto en sus ademanes, con el otro, vigilaba el terreno para no tropezar.
Al llegar a la vereda, envalentonado le pregunto: “¿Acá está bien? ¡Éste lugar es público! ¡Tengo derecho a permanecer!”
-¡Más allá de la línea municipal! ¡Más allá!- gritó, mientras revoleaba el bastón y vociferaba no sé cuántos improperios.
-¡Máh sí, viejo loco!- dije para mis adentros y comencé la retirada; antes de dar vuelta la esquina, volteé hacia el taller. Él continuaba gesticulando; no pude escucharlo, el viento alejó de mí, sus provocaciones, hacia el cardinal opuesto.
Esa fue la última imagen que me quedó de él.

*Las gavetas medían aproximadamente de frente, un palmo por un palmo; por su parte media, se ubicaba la respectiva manija abisagrada, de fundición; que, en algunos casos era de alambre. Sobre y por debajo de la agarradera, se notaban impresos, secuencias de números blancos en flagrante oposición al fondo marrón oscuro del cajón. Por ejemplo: en el borde superior, 6,5 30; en el inferior, 6,5 40.


coronicasconfusas@live.com.ar

domingo, 17 de agosto de 2008

HOMENAJE

El vasquito era un niño duro, curtido, criado en el campo. Le encantaba jugar al fútbol; siempre hacía de arquero. Resistente, atajaba, volaba y se daba cada golpes en los aterrizajes que hubiesen sido catastróficos en cualquiera de nosotros, sus compañeros.
Cursábamos séptimo grado y nuestro maestro era Don Amilcar Alaniz; un señor grande, ancho, grave.
Nada en él era chillón, ni tenía histerias para enseñar. Recuerdo el bigotazo como escobillón, un bigotazo antiguo ya para ese entonces (iba perfecto con su personalidad).
Arrué se ubicaba atrás, en la última hilera de bancos y bochincheaba sin maldad; en su espíritu, lejos estaba la premeditación de molestar.
El maestro le llamó la atención varias veces; él interrumpía el festejo hasta que se olvidaba y regresaba con vuelo de moscardón.
Alaniz terminaba de borrar el pizarrón, y con aquella pesada pieza de madera y fieltro en la mano, no tuvo mejor idea que arrojársela al vasquito. Le imprimió un buen impulso, para que llegara en trayectoria recta hasta el fondo de la sala. El vuelo fue rápido, imprevisto; solo percibimos la acción muscular, la mancha borrosa y no alcanzamos a comprender en ese instante lo que estaba ocurriendo.
A tiempo, por muy poco, los reflejos nuevos de arquero lo hicieron agachar. El borrador dio estrepitosamente contra la pared.
-¡Esquive, maestro!¡Esquive!-dijo el alumno con una gran sonrisa de satisfacción.
Alaniz hizo una mueca que le torció el bigotazo. El desliz del maestro fue el único de todo el año; un poco loco, aplicado a cualquiera de nosotros; proporcionado quizás, para Arrué.
La clase continuó. Pasaron unos cuantos minutos. Por segunda vez, vimos la mancha surcar aquel cielo escolar, hasta dar en el medio de la frente (ahora) distraída del vasquito. A pesar del dolor, sonrió. Había sido sorprendido.
-Esquive, maestro-concluyó Alaniz, irónico, con la tiza entre sus dedos índice y mayor.